El módulo Blue Ghost, de la firma estadounidense Firefly Aerospace, envió impresionantes imágenes de la Tierra mientras orbita el planeta azul y previo...
Estaba cenando en casa cuando noto que mi hija me mira de una manera muy particular que tiene ella cuando me va a hacer alguna pregunta. Me hago el desentendido y, mientras mastico, espero el bombazo.
Los niños tienen una capacidad increíble de curiosidad. He llegado a temerle a esa curiosidad porque me recuerda que es otro atributo que he ido perdiendo. A medida que nos añejamos, por no decir que envejecemos, vamos perdiendo el interés por averiguar el porqué de muchas cosas.
Los niños, por otro lado, están en plena etapa de aprendizaje y casi todo les interesa. No pretendo decir que con la edad llega el conocimiento y que por ello no nos interesa seguir aprendiendo. Lejos de eso. Con la edad nos damos cuenta de lo poco que sabemos y lo mucho que ignoramos, y esta revelación nos causa temor, que disfrazamos con pereza o apatía, por lo menos en mi caso. Es un temor de tener que decir con demasiada frecuencia “no sé, lo siento, déjame averiguar eso”. Sinceramente, no sé por qué sigo temiendo dar esa respuesta, pues es un hecho frecuente que me pregunten algo para lo que no tengo respuesta.
Ya lo decía Carl Sagan, que hay que motivar esa curiosidad infantil, hay que permitirles que hagan preguntas, y debemos estar listos para no saber responderlas, pero siempre alentándolos a seguir preguntando, a seguirse maravillando por todo, que el mundo es una maravilla. Eso implica, al menos en mi caso, que tenga que mantenerme actualizado, incluso a mi pesar, leyendo sobre aquello que me preguntan y que desconozco. Y los niños hacen preguntas difíciles.
“Papá, ¿qué pasaría si todos tuviéramos de todo?”. ¡Bum! Y así me dejó caer esa bomba, causando que casi me atragantara con un bocado. Mientras recuperaba la compostura, termino de masticar y utilizo esas fracciones de segundo para sopesar mis opciones.En su inocencia, su pregunta trata de plantearme un escenario utópico. En su mundo de colores y de unicornios, su curiosidad la lleva a imaginar lo que ella considera un mundo ideal.
¡Carajo! ¿Cómo se supone que debo responder eso? Sufro un miniataque de pánico, pero logro mantener mi rostro compuesto, aparentando calma. Y allí llega a mi mente un concepto que debí haber leído en algún lugar que no recuerdo, o que es resultado de cosas que he leído y me han impresionado, porque lo único que tengo claro es que ese no era yo respondiendo. Y así aflora mi respuesta. “Creo que, si todos tuviéramos de todo, el mundo entero estaría muy insatisfecho”. Procedo a explicarle que los seres humanos necesitamos de motivación para tener una vida completa y satisfactoria. De esa manera, el hecho de tener de todo siempre, sin dudas y sin inseguridades, lejos de llenarnos, nos causaría un vacío que nos atormentaría. La monotonía de la certeza sería letal.
Para los seres humanos, en mi opinión, la belleza de las cosas reside en que son efímeras. Vivimos de una colección de momentos, de segundos, que se experimentan y justo mientras los estamos viviendo, se van. No podemos, o al menos yo no puedo, gozar plenamente de algo mientras lo hago. El hacerlo es apenas una probadita. El grueso del sabor, del disfrute, llega una vez he terminado, y empiezo a recordarlo, a analizar qué hice, cómo lo hice, dónde podría mejorar para la próxima ocasión. La próxima ocasión.
Entre nuestras incontables paradojas, reside encumbrada esta que menciono. No tenemos certeza de la próxima ocasión. Nadie la tiene. Cada vez que vivimos algo memorable, puede ser la última vez, y eso lo hace valioso para el ser humano. La certeza de lo incierto es lo que le pone emoción a lo que hacemos.
Hace décadas que me subí a mi BMX en el parque, recogí mi manilla y me despedí de mis amigos por la tarde, justo como hice por muchos años, y jamás me enteré de que era la última vez que haría eso. Muchos años después desperté y recién me entero. Mientras me esfuerzo por condensar esos conceptos, esas ideas en las explicaciones que le doy a mi hija, termino de cenar. Me dispongo a llevar mis utensilios al fregadero y cuando paso delante de ella me dice “ok, papá” con una sonrisa y un gesto que parece decirme en realidad “no estoy del todo convencida, pero por el momento te voy a dejar escapar”. Y lo agradezco.
Agradezco que me ponga en situaciones incómodas, porque eso es parte de mi trabajo de padre. “Ser padre es la única profesión en la que primero se otorga el título y luego se cursa la carrera” dijo muy atinadamente Luis Arango. Puedo concluir que todo es finito. Todo pasa y todo se acaba. Pero eso no hace que la vida sea insípida ni insignificante. Muy por el contrario, la hace valiosa.
Así que ya sabe, amigo lector, bese con amor, abrace sinceramente y esfuércese en hacer siempre lo mejor posible. Agradezca las preguntas difíciles. Y responda honestamente, ya que nunca sabemos si será la última vez. Haga que cuente.
¡Dios nos guíe!