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- 08/10/2023 00:00
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El Instituto Nacional de Estadística y Censo (INEC) acaba de publicar un informe titulado “Huellas de una pandemia: covid-19 y mortalidad en Panamá”, de septiembre de 2023, que muestra estadísticamente lo que, en términos de vidas, significó la pandemia para el país.
Lo primero que habría que decir es que en el informe aparecen dos cantidades distintas para referirse al número total de fallecidos por covid: según la Organización Panamericana de la Salud, con datos actualizados hasta abril de 2023, en Panamá han muerto 8 mil 617 personas producto del coronavirus; de acuerdo con los registros de Estadísticas Vitales del INEC, hasta diciembre de 2021 fueron 8 mil 345 los fallecidos.
Cualquiera que sea la cifra que se tome, el punto es este: más de 8 mil personas dejaron de existir a partir de la declaración de la pandemia en Panamá, en marzo de 2020, desplazando así las “razones históricas” por las que morimos en este país: enfermedades isquémicas del corazón y cerebrovasculares. En términos porcentuales, el COVID-19 representó el 19.2% y 14.2% de las muertes registradas en 2020 y 2021, respectivamente, siendo los mayores de 50 años los más afectados.
Aquí habría que matizar mencionando que el periodo de análisis del documento es de 2017 a 2021, por lo que es bastante probable que las “razones históricas” —es decir, los ataques al corazón y los derrames— hayan retomado su lugar a partir del 202. La cuestión con este texto, sin embargo, no es tanto tomar los números y tirarlos sobre un papel o introducirlos a la pantalla de una computadora para contar —contar-nos— lo que de alguna u otra forma ya sabemos —que muchos murieron, que quedaron secuelas, que se perdieron trabajos—, sino preguntarnos, con apenas dos años de perspectiva: ¿qué nos pasó? ¿cómo es que volvimos a la “normalidad” tras un suceso como éste? ¿Volvimos a la normalidad? ¿Algo cambió tras los meses de confinamiento, miedo y estado policial?
En mayo de 2020, el boletín de la Universidad Autónoma Metropolitana de México (UAM) incluyó en su número 258 unas declaraciones de Enrique Dussel (1934), uno de los más importantes representantes de la Filosofía y la Ética de la Liberación, en la que el pensador e investigador dijo que el virus había puesto en jaque a la modernidad. No a la modernidad entendida como período histórico, sino como un sistema de ideas que nació hace varios siglos, cuando desde la filosofía occidental se dejó a un lado la religiosidad y la creencia en Dios como centro de la vida, para dar paso a la ciencia y a la reflexión sobre la razón humana.
Dussel dijo entonces, cuando el planeta entero se volcó al confinamiento, que era la primera vez que la población se sentía atacada por “un virus que es parte del entorno”. En este sentido, el filósofo describió el acontecimiento como “algo único que encierra una advertencia de la naturaleza”; una naturaleza que, también hace varios siglos, con la impronta del pensamiento moderno, comenzó a concebirse como algo que debía ser explotado y tomado ad infinitum, para beneficio del ser humano.
Desde el principio de la modernidad, añadió Dussel, “hemos definido la naturaleza como un mero objeto que podemos manejar, conocer y explotar, y nos situamos frente a ella como destructores, pensando que es casi infinita y va a resistir todos los agravios de la ciencia, la tecnología y el modelo económico, además de que reciclará todo lo que los humanos producen de negativo al intervenir en ella”.
Mientras el filósofo argentino-mexicano reflexionaba sobre qué significaba la pandemia en términos éticos/modernos, había otro personaje pensando sobre lo mismo, pero desde la óptica de lo político. Giorgio Agamben (1942), filósofo italiano, adoptó una posición crítica, escéptica si se quiere, sobre las medidas que los gobiernos tomaron frente a la aparición del virus. En uno de sus textos, publicado el 6 de abril de 2020 y titulado “Distanciamiento social”, Agamben introdujo el siguiente epígrafe, tomado de un texto de Michel de Montaigne:
“No sabemos dónde nos espera la muerte, esperémosla en todas partes. Meditar sobre la muerte es meditar sobre la libertad; quien ha aprendido a morir, ha desaprendido la servidumbre; ningún mal puede, en el curso de la vida, llegar a quien comprende bien que la privación de la vida no es un mal; saber morir nos libera de toda sujeción y de toda restricción”.
Como es de esperarse, el artículo cuestiona las normas de distanciamiento social exigidas para evitar la propagación de un virus del que, en ese momento, poco se sabía. Para Agamben, que la masa haya aceptado “felizmente” el confinamiento no era sino prueba de las repercusiones que todo fenómeno social tiene en la política, entendiendo ésta como el ejercicio soberano del poder. Como dijo en una entrevista dada a Le Monde, y publicada el 28 de marzo de 2020: “Como Foucault mostró antes de mí, los gobiernos que se sirven del paradigma de la seguridad no funcionan necesariamente produciendo la situación de excepción, sino explotándola y dirigiéndola una vez que se ha producido”.
La verdad es que, si se busca cuánto se escribió sobre ese estado de excepción que fue la pandemia, se encontrarán muchos textos. Textos escritos por quienes, mientras padecían la restricción del movimiento, pensaban sobre sus posibles implicaciones. Byung-Chul Han (1959), por ejemplo, mostró ese escepticismo y esa desesperanza tan característica de su obra, y aseguró que la presencia del virus no serviría para vencer el capitalismo, porque “ningún virus es capaz de hacer la revolución”. Más aún, señaló que el virus profundizaría el aislamiento y el individualismo, y ninguna de estas dos condiciones “genera ningún sentimiento colectivo fuerte”.
Noam Chomsky (1928), por su parte, mostró las consecuencias que sobre los sistemas de salud habían provocado las políticas neoliberales. “El asalto neoliberal ha dejado a los hospitales sin preparación (…). Esta crisis es el enésimo ejemplo del fracaso del mercado”; y la filósofa Amelia Valcárcel (1950) aprovechó una entrevista que le hiciera el diario La Razón para decir: “En el fondo, el que te puede salvar de esta situación es el Estado. Cuanto más lo debilites, peor. Naturalmente, un Estado transparente, abierto y democrático”.
Una cosa es cierta: tal como lo mencionó Dussel en uno de los programas dedicados a la pandemia producidos por Aristegui Noticias durante 2020, era la primera vez en la historia que la humanidad enfrentaba una situación como esta. No se refería a la peste, claro está, sino a dos circunstancias muy particulares: que la tecnología hizo posible saber al instante lo que ocurría en todo el mundo, y que esa instantaneidad provocó que la pandemia fuera vivida “con una conciencia de universalidad”.
La verdad sea dicha: el informe del INEC fue solo una excusa para llegar hasta aquí. Una oportunidad para compartir inquietudes sobre lo que ocurrió. Sobre cómo, quizás apremiados por la nuda vita y las necesidades materiales (el puro instinto de sobrevivencia y la imposición del trabajo como mecanismo para lograr lo primero), nos entregamos a una “nueva normalidad” que se parece mucho a la anterior.
Pensemos, una vez más, en los que murieron. ¿A cuántos lloramos entonces? Recuerdo cuánto dolió la partida de Franco Vasco —tenía planeado ir a vacunarse cuando por fin anunciaron la llegada de las vacunas a Coclé—; y la del poeta Arysteides Turpana, que se fue en silencio. Recuerdo la tranquilidad estremecedora del confinamiento, los reportes diarios de enfermos y fallecidos, pero también la vida toda que se impuso con el repliegue de los motores y el afán humano diario.
Tres años y medio después del primer caso de covid-19 en Panamá, el INEC nos entrega un informe en el que esas miles de vidas son apenas estadísticas, en medio de una realidad sociopolítica y ambiental que mantiene vigente las discusiones planteadas en ese momento por los filósofos y cientistas sociales: el pensamiento moderno frente a la naturaleza, el endiosamiento del mercado por los economistas neoliberales y la biopolítica como estrategia para gobernar en medio de una sociedad cada vez más fragmentada e individualista.