• 24/04/2022 00:00

Hartazgo

Hace unos días tuve una conversación muy interesante con el taxista que me trajo a casa. Un hombre de 61 años. Trabajando de cuatro de la madrugada a diez de la noche en el taxi de un vecino...

A mí me gusta hablar con la gente. Me gusta escuchar de verdad a las personas. A mucha gente, gente de todo tipo. Yo hablo con los muchachos que me empacan la compra, les pregunto, me agrada que me digan su parecer. Encontrarme con el otro.

Reflejar tu imagen en el otro es la única manera de saber quién eres tú.

Hace unos días tuve una conversación muy interesante con el taxista que me trajo a casa. Un hombre de 61 años. Trabajando de cuatro de la madrugada a diez de la noche en el taxi de un vecino, un hombre que me dice que muchas veces cena un guineo y un vaso de agua, y cuando le ha ido bien durante el día se da el lujo de comprar atún en aceite y un tomate.

Un panameño normal y corriente. Un panameñito vida mía que ha trabajado durante años y que lo único que se llevará a la tumba son cientos de miles de horas de rodar por las calles. Una voz anónima. Nadie y cualquiera.

“Yo tengo sesenta y un años y ya no lo voy a hacer, pero si tuviera menos años… Lo que se merecen todos estos que nos gobiernan es que alguien haga explotar todo por los aires”.

Hablando de las zonas revertidas salió el tema de los gringos “Sacaron a los gringos, sacaron a los gringos ¿y ahora qué? Nos llenaron los ojos de soberanía, pero la soberanía no se come. Yo antes tenía plata, llevaba y traía a los gringos, me pagaban. Ahora trabajo y trabajo y no gano ni para comer”. Pasamos por una de las calles de las áreas revertidas que están cerradas por los mismos moradores y él me cuenta, “En esta calle vive un comisionado de la policía, la mujer de él no quería que los carros estuvieran pasando por su calle así que le dio el capricho y mandó que la cerraran, se merecen que les quemen la casa”.

“Pero, hombre, no diga eso, no puede estar deseando que les pasen cosas malas a los demás”, me miró por el retrovisor mientras resoplaba. “Me da igual, ¿a ellos les importa lo que me pasa a mí? No les importa, mire a la mujer esa de Chiriquí ¡veinte mil dólares cobra! ¿Y qué hace el presidente? Nada. ¿Y para qué tenemos legisladores? Para nada, un montón de inútiles y ladrones, se merecen que los detonen a todos”.

Era un hombre amable. Era un buen hombre, se lo juro a ustedes. Era un hombre cansado. Un hombre que no ve ningún futuro para él más allá de hacerse guardia de seguridad cuando ya no tenga fuerzas para seguir manejando taxi, y sabe que terminará muerto de un balazo para que su asesino le robe el revólver.

¿Saben, señores que nos gobiernan, cuántos como este hay en Panamá en este momento? Hombres y mujeres que no tienen nada que perder mientras el señor vicepresidente balbucea pendejeces sin sentido entonando loas a los santos y hablando babosadas. Una muchedumbre silenciosa que está muy harta. Que no quiere tener que limpiar escuelas para poder tener un bono roñoso, que lo que quieren es poder trabajar honradamente para poder vivir, no solo malvivir.

Que quieren poder pagar la gasolina, las medicinas para el dolor de sus rodillas, que quieren poder enfrentar el futuro con un mínimo de optimismo.

El hartazgo está inundando Panamá como un tsunami de mierda que se derrama desde los edificios de los organismos oficiales y ahoga todo lo bueno y lo noble.

Lo malo es que después de la mierda llegará la sangre.

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