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- 23/12/2021 00:00
El mundo de Dune y la realidad contemporánea
Un connotado articulista de este periódico, Clarence King, escribió una frase que me llamó poderosamente la atención: “Dios, y no el hombre, es quien controla este mundo”. Debe llamarnos a la reflexión que en pleno Siglo XXI, cuando supuestamente la humanidad descansa en la ciencia, exista una mayoría (sí, una mayoría) de hombres y mujeres que genuinamente anclen sus deseos para un mejor futuro en una visión trágica de la condición humana. Podríamos desestimar tales afirmaciones. Sería un error. Es gente decente y de buena voluntad. Esa visión nace de la ansiedad, congénita a un mundo cada vez más desencajado por la tecnología.
La cultura popular coincide: es prueba el éxito de “Duna” del genial Villeneuve, primera de las adaptaciones de la obra de Frank Herbert. Herbert, un escritor derechista de poca monta hasta cuando escribió el libro, tuvo ansiedades similares cuando imaginó un pastiche orientalista con la misma dinámica social de la alta feudalidad del Siglo XI. En ese mundo, de guerras santas y sociedades secretas, la humanidad tomaría la decisión de abdicar lo digital, porque en un pasado no tan distante a la película, una inteligencia artificial alcanzó la omnipotencia y decidió gobernar como Dios sobre la humanidad. Tras un golpe de suerte, la humanidad derrotaría a esa tecnología e instauraría una feudalidad conscientemente retrógrada, cuyo estancamiento sería garantía de paz. Lo preocupante es que vemos en el protagonista, Paul, los atisbos de algo más, de una creencia mesiánica para romper tal estancamiento, y lograr otro tipo de omnipotencia. Ese mesianismo, junto al poder de la especia, tendrá importantes consecuencias para esa trama cuando surgirá una nueva deidad de las dunas de Arrakis. Es una visión siniestra de un futuro inescapable.
Jordan Peterson es un psicólogo conservador canadiense, conocido por sus declaraciones controversiales. Mientras fue docente, escribió un libro fantástico, “Mapas de sentidos”, donde explicó el trasfondo de los mitos modernos y pre-modernos. El diseño cognitivo del ser humano mitiga lo desconocido. Esos secretos, como citó Jesús en Mateo 13, aquellas “cosas escondidas desde la fundación del mundo”, son manifestaciones incompletas de estrategias históricamente exitosas para enfrentarnos a tal complejidad. En Peterson, Dios y el diablo representan respectivamente el sentido cooperativo de la Creación y la degeneración destructiva de la rigidez insensata o el relativismo seductor que impiden el florecimiento de nuestras capacidades. Así, la historia adquiere una dimensionalidad donde hombres y mujeres cooperan para crear y superar obstáculos. Lograr tal cooperación implica calibrar una fina ecuanimidad entre ambos extremos, cosa difícil, porque nuestro pecado original es volcarnos a nuestros apetitos bajo cualquier pretexto.
La versión de Peterson es optimista. Parte de un rico acumulado de pensamiento sobre lo heroico de nuestras experiencias cotidianas. Sin embargo, otro pensador, René Girard, conocido por su influencia filosófica entre fundadores de compañías en Silicon Valley, tiene una perspectiva igual de trágica que el Sr. King. Para Girard, la realidad está enferma. La enfermedad consiste en que el ser humano finge deseos por cosas. En realidad, deseamos ser como otros, de imitar para pertenecer. A través del examen de grandes como Flaubert, Stendhal y Shakespeare, Girard descubrió que este deseo mimético origina conflictos, cuando imitado e imitador viven en cercanía. Esto ocasiona rivalidades, egoísmos y conflictos a fuego lento que se resuelven con el exilio y cancelación de “chivos expiatorios”, que, como dice el Apocalipsis 3, son escarmentados por neutrales. Para Girard, tal conflicto cesa cuando creamos distancia entre imitador e imitado, entre el objeto y los sujetos del poder. Tal desigualdad actúa como un mecanismo de defensa.
No es coincidencia que la tecnología contemporánea tenga un fuerte acento girardiano: Instagram, TikTok y Twitter explotan ese deseo mimético para aprovecharse de nuestro afán por pertenecer, y ocasionan entre sus usuarios sentimientos de insuficiencia y frustración. Peor aún, la plataforma política de Girard consiste en superar la democracia porque la igualdad es peligrosa, inestable y violenta por su horizontalidad. Esta siniestra corriente entre jóvenes y no tan jóvenes no entiende la democracia como un sistema equilibrado de contrapesos y deliberación entre iguales, sino como un mero problema técnico para líderes que solo ellos resolverán al imponerse sobre los demás. En este mundo, el “mesías” aspira a romper el estancamiento y generar tal distancia para lograr una paz verdadera. Esto nos retrotrae a una visión trágica de la humanidad, no tan distinta a la de Duna.
Si partimos de la premisa de que el mundo está irremediablemente enfermo, la estrategia óptima consiste en actuar de manera contraria para encontrar éxito y salvación. Esta es la plataforma que comparten respectivamente los fundamentalistas tecnológicos y religiosos. Es una polarización tribal sin mayores justificaciones, como reconoció el teórico del fascismo moderno, Carl Schmidt. Esta es la vía fácil: como diría Peterson, insiste en los extremos del pecado original, de sentirnos bien cuando actuamos por rabia, vanidad o frustración. No existe salida de ese ciclo vicioso. Como quienes apoyaron a Trump o a otros populistas que nos sedujeron, no existe redención, sino justificaciones para que el líder nos aplaque. Por eso, Girard reconoce que la violencia acaba cuando se escarmienta públicamente al inocente. Al desbocar las pasiones, el líder girardiano, el político que asume las riendas del poder a través de esta sagacidad, sabe que después de ganar, lo primero es reprimir y escarmentar. El líder debe engañar, especialmente a quienes se sienten perdidos en este mundo, para lograr su cometido. Por eso, las apariencias engañan. Y de este engaño, brotan alianzas coyunturales.
En Duna, también las apariencias engañan. Este libro es parte del canon de todo un grupo de visionarios que entendieron la condición humana como algo que merecía administrarse, no cultivarse ni cuidarse para lograr progreso. No existe democracia en Duna, sino interminables conspiraciones, asesinatos y deificaciones. Eventualmente la palabra liberal (a la usanza progresista) hasta se convierte en insulto. No es extraño que esta película, hasta hace poco considerada como imposible de producir exitosamente en Hollywood, ahora surja cuando estos mismos visionarios, ya maduros, tienen pretensiones desmedidas sobre su rol para decidir el futuro, y sobre sus líderes.
Quizás todo esto sea carnada para que los jóvenes sientan, como dijo el Sr. King, que los hombres (y las mujeres, ¡por cierto!) no tienen dominio sobre este mundo. No obstante, así como la Iglesia medieval jugó un papel importante para oscurecer la verdadera trama política que subyacía al feudalismo, es necesario ir más allá de las apariencias. Esta es una visión derrotista y siniestra que merece resistencia. Es labor del demócrata, de ese liberal, de no dejarse seducir por lo aparente y persistir en la ecuanimidad, en el diálogo y en el sencillo reconocimiento de que, como dijo el gran Albert Hirschman, “la única virtud esencial de la democracia es el amor por la incertidumbre”. Una película magistral, sin duda, pero que merece apreciarse como lo que es: una advertencia de lo que no podemos convertirnos.