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Desde mi modesto apartamento en Corona, Queens, en la ciudad de Nueva York, presenciaba la 96ª edición de los Premios Óscar, celebrada el domingo 10 de marzo de 2024, en el Dolby Center de Los Ángeles, California. Entre tantas situaciones personales y profesionales y, tal vez motivado por el espectáculo, me invadió un recuerdo que me impulsó a escribir este sencillo homenaje a una gran persona que conocí y aprecié desde mi juventud. Aunque él era un poco mayor que yo, lo conocí por casualidad durante mis inicios como cinéfilo en los años del glorioso Nido de Águilas, el Instituto Nacional.
Recuerdo con claridad cómo iniciamos las actividades cinematográficas en los salones de nuestro plantel. A lo largo de los años, tuvimos la oportunidad de conocer a personajes distinguidos dentro del arte escénico nacional, como los reverendos padres Ignacio Díaz y Condomines, ambos del colegio Javier y Pedro, como conocíamos al sacerdote del colegio La Salle. Como curioso y apasionado del cine, asistía a los diversos foros y debates que se llevaban a cabo en estos colegios, organizados por estos amigos religiosos. Fue a través de estas experiencias que me contagié con la pasión del llamado séptimo arte y decidí sumergirme y explorar en la historia cinematográfica internacional. Así nació la idea de fundar lo que, posteriormente, llamamos el Cine Club del Instituto Nacional.
Aquella persona, que mencionaba con anterioridad, era el querido amigo Pedro Altamiranda, quien falleció el pasado jueves 7 de marzo, a los 88 años, en la querida ciudad de Panamá. Me enteré de su deceso a través de las redes sociales y algunos diarios locales. Me invadió la tristeza al saber que se nos había adelantado el entrañable amigo.
Aquellos lectores y amigos de la vieja guardia que conocimos a ‘Pedrito’ Altamiranda, recordaremos sus inquietudes dentro del ámbito del cine, ya que era un fanático de las buenas películas, las cuales disfrutaba en las antiguas salas de cine de la ciudad de Panamá o cuando tenía la oportunidad de viajar al exterior. Pedro admiraba el trabajo de los grandes directores y de las películas producidas en Estados Unidos, Suecia, Francia, España, Italia, Japón y otras latitudes.
Recuerdo que una vez me invitó a su apartamento y no me desmayé para no ensuciarle su alfombra, al ver la extraordinaria cantidad de libros, revistas, discos y afiches de las películas clásicas que había acumulado durante sus viajes y recibido de parte de las editoriales a las que estaba suscrito.
Aquí debo agregar que Pedro tuvo la oportunidad de estudiar en la mundialmente famosa Universidad La Sorbona de París, donde tuvo la ocasión de desarrollar su gusto por el celuloide y acrecentar su acervo cultural y convertirse en un filólogo.
Nuestra amistad se cimentó cuando le invitamos a formar parte del Gran Jurado de los festivales de cine que organizábamos en Panamá y en los que participó para nuestra satisfacción y honra.
En algunas ocasiones, Pedro nos acompañaba a las exhibiciones privadas que se hacían en la sala de proyecciones ubicada en el antiguo edificio Elga de la Vía España donde, por coincidencia, también estaban las oficinas de las grandes compañías distribuidoras del cine como Warner Bros.
MGM, Fox y otras, muy cerca del antiguo restaurante Rey Kung. También tuvimos la oportunidad de acudir a una distribuidora de películas independientes, cerca de la Escuela José De Obaldía (donde hicimos nuestra primaria), entre las avenidas México y Balboa, junto al antiguo Molino Criollo.
‘Pedrito’ era una gran persona, pero exigente en todo lo que hacía. Nuestra amistad continuó afirmándose cuando tuvimos la idea de organizar un festival de cuñas comerciales, para lo cual visitábamos agencias publicitarias en busca de patrocinio. Entre las que recuerdo estaban BBB, Tony Fergo, Alberto Conte y otras. Pedro trabajaba en una de ellas, lo que propiciaba nuestro contacto para realizar estas actividades.
En una de nuestras conversaciones, me comentó que había estudiado en La Salle y conocía a aquel siempre recordado reverendo Pedro (su tocayo), entusiasta colaborador en estos afanes, con quien compartía ideas y comentarios sobre las distintas exhibiciones cinematográficas que se realizaban en el cine Bella Vista, ya que el prestigioso colegio no tenía, en aquella época, salas para ese propósito; a diferencia del colegio Javier que sí contaba con este recinto en el que quedaron recuerdos memorables de las actividades de la muchachada de aquella época.
Hablar con Pedro era como entrar en contacto con una enciclopedia mundial de cine. Él sabía los nombres de los más famosos directores clásicos como Jean Renoir, Federico Fellini, Akiro Kurosawa, John Ford, Elia Kazán, Francoise Truffaut, Roberto Rosellini, Pierre Paolo Pasolini, Michelangelo Antonioni, Vittorio de Sica, Luchino Visconti. También conocía muy bien el cine estadounidense entre los que destacó el trabajo de Stanley Kubrick, Woody Allen, Orson Welles, Billy Wilder y otros, sin dejar por fuera a Alfred Hitchcock, Sidney Lumet. Hablar de Pedro es ir más allá de reconocerlo por sus composiciones populares que capturan el calor y la vivencia del pueblo panameño. Fue un importante publicista y de su talento disfrutamos al verlos en las pantallas de televisión o en otros medios masivos.
Fue un gran amigo y compañero, siempre dispuesto a ofrecer consejos relacionados con el cine, pero también de asuntos más personales y humanos.
Tal vez cuando se publique esta reseña, haya pasado su funeral, pero Pedro sigue siendo actual, hasta en lo que uno pueda escribir y hablar sobre él. Lo que importa ahora es no dejar pasar la oportunidad de rendirle homenaje a ese noble amigo, que nos enseñó tanto sobre el arte cinematográfico y sobre la humildad de un hombre genial.
Me permito reproducir un poema que encontré de un escritor anónimo:
“Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío que no puede ser llenado por nadie más. Cuando un amigo se va, hay un tizón que no se puede extinguir ni con la lluvia ni con el agua de un río. Cuando un amigo se va, se ha perdido una estrella que iluminaba el lugar donde un niño duerme. Cuando un amigo se va, los caminos se detienen y el duende manso del vino comienza a revelarse. Cuando un amigo se va, galopando su destino, el alma comienza a vibrar porque se resfría. Cuando un amigo se va, queda un páramo que quiere que el tiempo se llene con las piedras del hasta siempre. Cuando un amigo se va. Queda un árbol caído, que ya no brota, porque el tiempo lo ha vencido. Cuando un amigo se va, queda un ejemplar vacío, que no lo llena de nuevo la llegada de otro amigo. Cuando un amigo se va, se queda un hueco en el corazón que no se puede llenar”.
Pedro Altamiranda, te has ido, pero tu legado y tu amistad vivirán por siempre en nuestros corazones.