Ciclistas, atletas, patinadores y paseantes de la capital colombiana tienen una cita infaltable desde hace 50 años: la ciclovía de los domingos y festivos,...
- 02/07/2023 00:00
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Soy Margaret Douglas. Sí, ya sé, no me conocen. A mí, la historia me olvidó. Fui hija de un terrateniente; muy religiosa, austera, digna, de carácter y durante tiempos nada fáciles, la madraza de Adam Smith, un escocés, gran filósofo y economista científico. Amaba mis cenas y cambió la historia de la humanidad.
Lo parí hace 300 años. El pequeñín, hermoso como un ángel, fue secuestrado por unos gitanos. Aunque logramos rescatarlo pronto, el temor y la angustia de esa experiencia me persiguieron siempre.
En los siglos XVII y XVIII, el tráfico de infantes era rutinario en Gran Bretaña. Las niñas eran para los burdeles y los niños de grumetes, ayudantes de la tripulación de los barcos que iban a las colonias del Imperio. Esto, entre otras atrocidades como la esclavitud.
Por eso me convertí en una mamá gansa, no por torpe, sino por sobreprotectora de mi único hijo. Nunca se casó. Ese solterón vivió conmigo toda su vida. Dependió de mí siempre y no falta quien diga que fui su figura más importante. Yo solo quise salvarlo de riesgos en su niñez y adolescencia. Fue muy enfermizo, por cierto, y le recordaba alguna vez el incidente con los gitanos para alejarlo de su propensión a las aventuras en bosques y ríos.
Por fortuna, su carácter era reflexivo e introvertido; lector voraz, amaba escribir cartas para contarnos todo cuando viajaba; me pedía desde sus medias para el frío hasta sus juegos de mesa.
Su padre era agente aduanero en el puerto Kirkcaldy, aquí en Escocia; además de abogado y funcionario del cobro de impuestos. Murió poco antes de mi parto; su ausencia no significó estrecheces, pues mi familia, los Douglas, era adinerada. Mi soledad la compensé dedicada a Adam.
Él lideró la Escuela escocesa, un movimiento intelectual y científico de grandes producciones, vigoroso a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. También fue rector honorífico de la Universidad de Glasgow.
Publicó La teoría de los sentimientos morales en 1759, explicó que a los hombres los mueve la solidaridad hacia los demás; que la moralidad es su capacidad para sentir y compartir la felicidad y el dolor ajenos.
Luego, en 1776, tras años de investigación nos dio La riqueza de las naciones, un estudio sobre cómo un país prospera a través de la economía de mercado, alcanzando bienestar integral cuando cada individuo lucha por sus propios objetivos, sin regulación de los gobiernos. Imaginen esto en su época: liberalización y reducción del papel del Estado en la sociedad.
Ambas obras son ladrillos de 600 a 800 páginas y convenientemente, muchos olvidan u omiten que los dos libros deben reconocerse como un solo conjunto dentro de un proyecto integral, pues el Sistema de Libertad exige responsabilidad construída sobre principios morales. Por eso primero escribió uno y solo después el otro. Para entender su pensamiento, debe analizársele por completo, sin comodidad ni pereza.
También en 1776 ocurrió la Declaración de la Independencia de Estados Unidos, el otro imperio que unos 120 años después prepararía su carrera para regir al mundo. Además, la invención de la máquina de vapor de agua, idea de un tal James Watt, que aceleró toda una revolución en la industria. Un avance tecnológico que comenzó con agua calentada y continuaría con los chips de silicio para la computación, que sostienen la economía mundial desde finales del siglo XX.
—Madre, óyeme bien… —me decía Adam cuando le servía la cena.
—No es por la benevolencia del carnicero, el cervecero y el panadero que tenemos cada noche sus productos en esta mesa, sino por sus intereses y objetivos personales. Somos egoístas por naturaleza. Eso es bueno para la sociedad porque el individualismo beneficia a todos. La riqueza de un país se mide por su capacidad para producir bienes y servicios que satisfagan las necesidades de sus ciudadanos. La tuya y la mía.
—El mercado libre y la competencia son fundamentales para el crecimiento económico, pues crean nuevos productos y mercados y promueven el bienestar social… seguro que este discurso te parece una maldición por tu cara seria y burlona a la vez, madre.
A pesar de mis dudas, Adam aseguraba que, con la división del trabajo especializado en tareas específicas, las personas podían mejorar sus habilidades, trabajar de manera efectiva y aumentar la productividad. Y algo inédito en un Imperio con eso que llamaban, 'los de arriba y los de abajo': la competencia en el mercado garantiza precios justos y equitativos.
Tres siglos después siguen vivas sus ideas y sus detractores también. Empresarios sin escrúpulos, políticos oportunistas, periodistas mercenarios y lobistas lo citan para justificar una agenda que santifique la economía de libre mercado y bendiga la mínima intromisión del Estado. Pero la realidad es que aquello no siempre sale bien, como dirían después los izquierdistas, revolucionarios solo de café. Adam ni era santo, ni fundamentalista. Fue un filósofo de la economía.
—Madre, óyeme que no he terminado… — me seguía a la cocina cargado con los platos y las sobras de la cena.
—Reconozco el riesgo de que el comercio produzca desigualdades y que la división del trabajo afecte la dignidad humana al mantener a la gente debilitada e ignorante por realizar labores repetitivas y deprimentes. Además, me preocupa la posibilidad de que el deseo excesivo de amasar fortuna desboque a una sociedad corrupta y materialista.
Por otro lado, el santón Keynes, tan influyente en el siglo XX, era todo lo contrario a Adam. Unos afirmaban, con razón, que el Estado solo debe ocuparse de la defensa nacional, la justicia y la educación. John Keynes aseguró sin pestañeo ni pudor alguno que, siempre que se necesite, el Gobierno está obligado a impulsar el consumo, la demanda, devaluar la moneda, construir obras públicas y fomentar empresas e industrias estatales. ¿El resultado en algunos casos? Países y bancos quebrados, empresas cerradas, desempleo en aumento y reducción del consumo.
Adam nos hizo las preguntas justas y necesarias para todo tiempo y lugar: ¿cuáles son las bases de la moralidad? ¿somos egoístas o benevolentes? ¿qué hace que los ciudadanos de un país sean felices? Tal como le dije mientras lo criaba, son esas interrogantes las que nos permiten comprender la complejidad infinita que significa ser un humano. Por eso, 300 años después, mi hijo aún vive.