El barrio de Chualluma en Bolivia, es único en la ciudad de La Paz ya que todas sus paredes están pintadas de colores que resaltan los rostros de las cholas,...
Lisboa, la capital portuguesa, con su elegante forma de un enorme anfiteatro de techos rojos y domos blancos en la ribera norte del río Tajo, mira con orgullo hacia su desembocadura y tiene, por tanto, todo ese encanto nacional y cosmopolita de haber sido la cabecera y corona de un gran imperio mundial, como lo fue Portugal por varios siglos.
Su hermosura recae como un grandioso manto real sobre sus siete colinas, multiplicadas en innumerables calles empedradas y empinadas que suben y bajan con el flujo de gentes de muchas nacionalidades y colores, tal como su río Tajo que se rinde humildemente frente a ella, ante el mar Atlántico.
Su gran poeta modernista, Fernando Pessoa (1888-1935), le canta: “¡Oh suave Tajo ancestral y mudo, pequeña verdad donde el cielo se refleja” mientras que la poetisa lisbonense Sofía de Mello Breyner Andresen (1919-2004) contempla a Lisboa: “en su largo lucir de azul y río, en su cuerpo apilado de colinas, la contemplo mejor cuando la nombro - Lisboa con su nombre de ser y de no ser”!
Esta milenaria ciudad, supuestamente fundada por el rey Ulises de Ítaca, el gran héroe de la mitología griega, bajo el nombre de Olissipo, cambiado a Felicitas Julia por los romanos, y posteriormente a al-Lixbuna por los árabes de donde proviene su nombre actual Lisboa.
De allí su descripción como “antigua y señorial” sobre todo con su replanteo urbanístico por el marqués de Pombal tras el terremoto de 1755, quien trazó en su valle central la ciudad moderna que vemos hoy como contraste y complemento a sus laberínticos barrios laterales en sus colinas: los de Barrio Alto y los de su pintoresco distrito morisco de Alfama.
Su nota particular, que también se aprecia en Río de Janeiro, son sus aceras adoquinadas con dibujos geométricos en blanco y negro que bien parecen artísticas alfombras hechas de pequeñas piedras cuadradas, dándole un aire aristocrático a toda la ciudad.
En ella abundan plazas céntricas, cada cual con un monumento a algún héroe nacional, manteniendo así viva la memoria histórica de sus hazañas y logros, lecciones en mármol y bronce de esos protagonistas portugueses que descubrieron nuevos mundos y mercaderías, enriqueciendo de manera espectacular a este pequeño país de bravos marineros, situado en la orilla extrema del continente europeo, estupendamente representado en el enorme Monumento a los Descubrimientos.
Por eso proliferan palacios y palacetes de nobles y grandes señores, convertidos hoy en museos
y fundaciones de todo tipos, que ofrecen una rica oferta cultural a sus visitantes, como el Museo de Arte Popular, el Museo de Coches, el de Arte Antiguo y el magnífico Museo Gulbenkian, que junto con el Castillo de San Jorge, el Monasterio de los Jerónimos y muchas iglesias en estilo “Manuelino” son testimonios de la grandeza histórica de Lisboa.
Pero, parte importante de su cultura, en su dimensión musical, es el canto del “fado”, canciones nostálgicas y melancólicas, de mucho sentimiento, cantadas por una sola voz, acompañada por la guitarra portuguesa, instrumento de 12 cuerdas y una caja de resonancia con forma de pera, ligeramente convexa, las más típicas en Lisboa con un acabado de los cabezales de voluta o caracol.
El misterio de sus orígenes sigue sin develarse, pero sus temas, inspirados en la soledad y la nostalgia, con su ritmo afín a los balanceos de los barcos sobre la mar, sugieren cantos de marineros y de las clases pobres de Lisboa. Su más conocida protagonista fue Amália Rodrigues (1920-1999), su voz angustiosa y emotiva es parte del alma portuguesa, junto al fado declarado por la Unesco patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.