• 14/12/2024 00:00

Lisboa antigua y señorial

Lisboa, la capital portuguesa, con su elegante forma de un enorme anfiteatro de techos rojos y domos blancos en la ribera norte del río Tajo, mira con orgullo hacia su desembocadura y tiene, por tanto, todo ese encanto nacional y cosmopolita de haber sido la cabecera y corona de un gran imperio mundial, como lo fue Portugal por varios siglos.

Su hermosura recae como un grandioso manto real sobre sus siete colinas, multiplicadas en innumerables calles empedradas y empinadas que suben y bajan con el flujo de gentes de muchas nacionalidades y colores, tal como su río Tajo que se rinde humildemente frente a ella, ante el mar Atlántico.

Su gran poeta modernista, Fernando Pessoa (1888-1935), le canta: “¡Oh suave Tajo ancestral y mudo, pequeña verdad donde el cielo se refleja” mientras que la poetisa lisbonense Sofía de Mello Breyner Andresen (1919-2004) contempla a Lisboa: “en su largo lucir de azul y río, en su cuerpo apilado de colinas, la contemplo mejor cuando la nombro - Lisboa con su nombre de ser y de no ser”!

Esta milenaria ciudad, supuestamente fundada por el rey Ulises de Ítaca, el gran héroe de la mitología griega, bajo el nombre de Olissipo, cambiado a Felicitas Julia por los romanos, y posteriormente a al-Lixbuna por los árabes de donde proviene su nombre actual Lisboa.

De allí su descripción como “antigua y señorial” sobre todo con su replanteo urbanístico por el marqués de Pombal tras el terremoto de 1755, quien trazó en su valle central la ciudad moderna que vemos hoy como contraste y complemento a sus laberínticos barrios laterales en sus colinas: los de Barrio Alto y los de su pintoresco distrito morisco de Alfama.

Su nota particular, que también se aprecia en Río de Janeiro, son sus aceras adoquinadas con dibujos geométricos en blanco y negro que bien parecen artísticas alfombras hechas de pequeñas piedras cuadradas, dándole un aire aristocrático a toda la ciudad.

En ella abundan plazas céntricas, cada cual con un monumento a algún héroe nacional, manteniendo así viva la memoria histórica de sus hazañas y logros, lecciones en mármol y bronce de esos protagonistas portugueses que descubrieron nuevos mundos y mercaderías, enriqueciendo de manera espectacular a este pequeño país de bravos marineros, situado en la orilla extrema del continente europeo, estupendamente representado en el enorme Monumento a los Descubrimientos.

Por eso proliferan palacios y palacetes de nobles y grandes señores, convertidos hoy en museos

y fundaciones de todo tipos, que ofrecen una rica oferta cultural a sus visitantes, como el Museo de Arte Popular, el Museo de Coches, el de Arte Antiguo y el magnífico Museo Gulbenkian, que junto con el Castillo de San Jorge, el Monasterio de los Jerónimos y muchas iglesias en estilo “Manuelino” son testimonios de la grandeza histórica de Lisboa.

Pero, parte importante de su cultura, en su dimensión musical, es el canto del “fado”, canciones nostálgicas y melancólicas, de mucho sentimiento, cantadas por una sola voz, acompañada por la guitarra portuguesa, instrumento de 12 cuerdas y una caja de resonancia con forma de pera, ligeramente convexa, las más típicas en Lisboa con un acabado de los cabezales de voluta o caracol.

El misterio de sus orígenes sigue sin develarse, pero sus temas, inspirados en la soledad y la nostalgia, con su ritmo afín a los balanceos de los barcos sobre la mar, sugieren cantos de marineros y de las clases pobres de Lisboa. Su más conocida protagonista fue Amália Rodrigues (1920-1999), su voz angustiosa y emotiva es parte del alma portuguesa, junto al fado declarado por la Unesco patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.

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