No es sorpresa que Estados Unidos, aún en pleno siglo XXI, pretenda conservar una suerte de tutela imperial sobre Panamá. Su nueva exigencia de que nuestro país le conceda un “cobro neutral” por el uso del Canal de Panamá, junto a mecanismos de compensación a su favor, raya ya no solo en lo indignante, sino en lo jurídicamente reprochable. La historia no puede olvidarse, y es precisamente en ella donde encontramos la primera y más contundente respuesta: el Canal de Panamá no fue un regalo de Washington, ni una obra benéfica, sino una infraestructura construida sobre una cesión forzada, con aroma de coloniaje y múltiples capítulos de expoliación.

Conviene recordar que el tratado Hay-Bunau Varilla (1903), que dio pie al control estadounidense del Canal por casi un siglo, fue suscrito sin participación panameña real y con cláusulas abiertamente lesivas a la soberanía nacional. Durante décadas, los panameños soportamos la existencia de una “zona canalera” que funcionaba como una franja colonial dentro del territorio nacional. Fue gracias a la lucha cívica y diplomática que se logró revertir esa historia, culminando en los Tratados Torrijos-Carter, mediante los cuales Panamá recuperó el control pleno del Canal en el año 2000.

Ese hito no es un acto simbólico. Representó el fin de una era de subordinación. Hoy el Canal es propiedad exclusiva del pueblo panameño, administrado por la Autoridad del Canal de Panamá (ACP), organismo constitucional autónomo, y regido por la Constitución Nacional y su Ley Orgánica. El artículo 315 de la Carta Magna es claro: el Canal es un patrimonio inalienable de la Nación, y debe manejarse de forma autónoma, sin interferencia política, y en beneficio colectivo. No hay espacio legal ni moral para establecer tratos preferenciales con ninguna nación, mucho menos con aquella que durante décadas usufructuó el Canal como si fuera propio.

El concepto de “cobro neutral” que exige Estados Unidos es una distorsión del principio de equidad en el tránsito marítimo. Panamá ya aplica tarifas iguales para todos los buques sin discriminación de bandera, respetando principios de libre navegación y trato no discriminatorio. Lo que Washington reclama no es igualdad, sino ventaja estratégica disfrazada de neutralidad. Es una pretensión de mantener privilegios sin fundamento jurídico ni respaldo ético.

Pero lo más alarmante no es la solicitud en sí, sino el tono coercitivo con que se ha planteado: amenazas veladas, presiones comerciales, declaraciones en foros internacionales buscando obligar a Panamá, todo ello configura una conducta que roza los linderos de la sanción unilateral y la coacción diplomática. En derecho internacional público, cuando un Estado intenta forzar a otro mediante amenazas o represalias económicas, sin proceso multilateral ni tratado alguno, se configura una conducta punible conforme a la Carta de las Naciones Unidas y la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas.

El Canal de Panamá forma parte de la personalidad jurídica del Estado porque constituye un órgano funcional de naturaleza constitucional, expresamente reconocido en el artículo 316 de la Constitución Nacional, el cual lo define como una empresa pública autónoma, patrimonio exclusivo e inalienable de la Nación. Su estructura, régimen y finalidad están regulados por normas de derecho público, y sus decisiones impactan directamente en la soberanía, la economía y las relaciones internacionales del país. Por tanto, el Canal no es solo una infraestructura, sino una manifestación institucional del propio Estado panameño, con capacidad de obrar, decidir y representar intereses nacionales, lo que le otorga personalidad jurídica pública dentro del ordenamiento constitucional.

Ahora bien, y esto es crucial: los funcionarios panameños que cedan ante tales presiones también incurren en figuras delictivas previstas en el Código Penal Panameño. En primer lugar, nuestra normativa penal sanciona el abuso de autoridad o extralimitación de funciones cuando un servidor público actúa fuera del marco legal que rige su competencia, incluyendo la suscripción de acuerdos contrarios al interés nacional.

Más aún, el Código Penal establece penas por actos que faciliten a un gobierno extranjero medios para ejercer sometimiento o influencia sobre el territorio nacional o sus instituciones, lo cual se puede configurar si un funcionario consiente en otorgar ventajas exclusivas a un país foráneo, en perjuicio del interés panameño. Y si se llegaran a alterar o suprimir normas canaleras en favor de un país específico, sin proceso constitucional válido, estaríamos frente a un delito contra la personalidad jurídica del Estado.

No estamos ante una negociación comercial ordinaria. Estamos frente a una tentativa de sometimiento económico, una forma moderna de chantaje geopolítico, disfrazada de pragmatismo marítimo. Incluso si estas presiones escalan a bloqueos indirectos, restricciones financieras o aislamiento estratégico, estaríamos en presencia de figuras que en el Derecho Penal Internacional se analizan como medidas coercitivas ilícitas.

Y peor aún: si funcionarios panameños ignoran la Constitución y la ley para favorecer a una potencia extranjera, deben responder penalmente por traicionar el mandato público y permitir el socavamiento de nuestra soberanía institucional. No se trata solo de una traición simbólica: se trata de una responsabilidad penal directa, personal y efectiva.

Ceder ante estas exigencias abriría un precedente inaceptable: si hoy se crea un trato especial para Estados Unidos, ¿con qué legitimidad se le negaría mañana a China, a la Unión Europea, o a cualquier otra potencia con intereses comerciales en el Canal? El sistema se convertiría en una subasta diplomática del patrimonio nacional, erosionando las bases constitucionales que exigen un tratamiento equitativo y técnico de la vía interoceánica.

El Canal no es moneda de cambio. Es símbolo de soberanía. Y su defensa no es opcional, es obligatoria. Cada funcionario que lo administre o negocie en nombre de la Nación debe hacerlo con responsabilidad patriótica, con conocimiento legal y, sobre todo, con la firmeza de quien sabe que el patrimonio nacional no se negocia.

Porque el peaje que nos quieren imponer no es económico. Es un peaje a la soberanía.

Y esa, sencillamente, no está en venta.

*El autor es abogado, politólogo y locutor
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