Integrantes de la caravana migrante en el estado de Chiapas, en el sur de México, denunciaron este jueves 21 de noviembre que las autoridades les bloquearon...
- 02/06/2018 02:03
- 02/06/2018 02:03
Esa madrugada nos encontrábamos en el puerto de Rora en la región del Gilfra, disfrutando del sonido que producían las olas al romper con violencia en el acantilado y de un magnífico cielo lleno de estrellas. Estaba en compañía de mi amigo Frank y ambos nos sentíamos de buen ánimo al poder estar al aire libre de nuevo. Habíamos estado encerrados en nuestras casas durante varios días por causa de los extraños fenómenos naturales que habían estado ocurriendo en la región: hablo de los tornados, la nevada y el granizo que azotaron toda la zona oeste del país y ocasionaron la muerte a un centenar de mendigos en las calles de Tetris.
Salimos aún a oscuras de nuestras tiendas de campaña, para estirar las piernas y disfrutar de la aurora. Nos sentamos sobre la arena mientras nos desperezábamos cuando, de pronto, Frank se mostró sobresaltado. Me dijo que mirara hacia el mar mientras señalaba algo que estaba viendo a orillas de la playa. La luz de la luna me dejó divisar lo que podría ser una embarcación de vela de medianas proporciones. A ambos nos desconcertó la silenciosa soledad de la cubierta y que sus formas se dibujasen como las de un barco antiguo.
Resolvimos esperar a que amaneciera para examinar la embarcación, no sin antes armarnos de unos cuchillos de mesa que pudieran hacer de arma, en caso de enfrentarnos con algún peligro.
El sol no se hizo aguardar y caminamos entonces hacia la orilla de la playa.
La nave había sido devuelta a tierra por el impulso del mar, que en los últimos días era más intenso de lo normal. La embarcación parecía una antigüedad pintoresca y enigmática; su estructura contradecía claramente a la de los veleros o barcos contemporáneos. Por fuera, la madera estaba parcialmente cubierta de moluscos bivalvos. En el interior, el maderamen estaba laqueado y de los palos colgaban numerosas y gastadas velas. Los remaches eran de acero y en ellos se observaban enormes y herrumbrosos clavos.
Inspeccionamos una de las galeras del barco: la mercancía estaba colocada en anaqueles sujetos a una pared de madera. La nave llevaba una carga de telas y de gruesas alfombras que aún conservaban sus colores. Había también varios atados de ramas que despedían un aroma resinoso y algunas botellas de vino de una apariencia lechosa; la mercancía que no era mucha, estaba deteriorada pero intacta.
Al entrar en la cabina principal, notamos que en la misma había dispersos por el piso multitud de cartas de navegación, una bitácora, mapas y una serie de curiosos aparatos que parecían ser instrumentos náuticos.
De pronto, nos sobresaltó un ruido fuerte acompañado de una vibración, como si algo pesado hubiera caído en la sala contigua. Mi amigo soltó un grito y a ambos nos invadieron los nervios. Frank salió del barco precipitadamente, pero yo demoré un poco más. Logré verificar que el ruido había sido provocado por una de las botellas de vino que había caído al suelo, reventándose.
Antes de abandonar el barco, logré tomar la brújula, la bitácora y una pipa tallada que escondí bajo mi ropa. La primera página del cuadernillo estaba fechada en 1825 y decía así:
6 de abril
Seis marineros, un cartógrafo de nombre Jacobo y yo, a cargo de la nave, zarpamos en el ‘Odisseus' del puerto de Orab Rushi con sus desordenadas calles y su arquitectura ruinosa una mañana en la que sus callejuelas siempre animadas, estaban casi desiertas. Nuestro objetivo es navegar hasta Isla de Esbos y abordar una falúa con un mascarón de proa en forma de ave. Allí entregaremos la mercancía y las joyas que transportamos al capitán Horuc.
9 de abril
Hoy hemos navegado tranquilamente mar adentro sin encontrar en las aguas siquiera un barco pesquero. Durante la mañana costaba estar en la cubierta por la intensidad del fulgor de un sol de los mil demonios. Al mediodía vi volar una parvada de pamperos con mi catalejo y me sobrecogió un mal presentimiento. Decidí darle seguimiento a los cambios en el cielo y en el viento, que continuaron mostrándose pacíficos tal y como estaban por la mañana. Ya por la tarde, un vapor gélido que trajo la brisa me produjo alivio del sofoco del día y borró mis preocupaciones. Después hicimos una pesca nocturna cerca del arrecife de Hilab Rumi. En cuanto Jacobo sacó una lámpara para iluminar el agua, salieron a flote nubecillas de plancton. Curiosos, mis camaradas los recogieron, y guardaron en recipientes de vidrio. Me acosté a descansar, pero a la medianoche no pude dormir ya más: habían regresado los dolores musculares que me torturan por temporadas y la maldita sensación de tener los intestinos llenos de agua.
10 de abril
Hoy ha caído sobre nosotros una tormenta con olas que han arrasado la cubierta de popa a proa y nos encerró el bramido del viento.
12 de abril
Han pasado dos días desde que empezó el huracán y desde entonces no hemos logrado retomar el rumbo: estamos a merced de una mar enardecida que nos arrastra hacia el norte. Las velas están todas desplegadas bajo el gobierno del viento y como si fueran nuestras enemigas, nos empujan con violencia al más bestial embate de espuma y agua que pueda concebir la mente de un marinero. Desde ayer por la noche, no quedó un solo hombre en la cubierta. Estamos sometidos al azote de las aguas hasta que acontezca lo peor.
Vadeamos cientos de olas poseídas por la furia de la naturaleza. Las noches sin astros no nos permitieron ubicarnos ni en el lugar ni en el tiempo; pero, hoy al mirar el caos a mi alrededor y el terror en la faz de mis camaradas, me pregunté si alguna vez temblé cuando el peligro me desafiaba y me di cuenta que nunca lo hice. Mientras las olas gigantescas se levantaban sobre nuestro barco y lo embestían, pensé en lo singular que fue mi vida y le agradecí a todas las potencias de los cielos por los años que estuve en esta tierra. La mar es el terror que amenaza con arrastrar nuestros cuerpos a la profundidad del abismo, pero en verdad ya la suerte del hombre ha sido echada desde su nacimiento y los males que se ciernen sobre él no son nunca dueños de su alma.
Ya el agua empieza a llenar el barco, a subir por nuestros pies y a envolverlo todo. De repente, en medio de la marejada, Obed, el de la coleta alquitranada, exclamó:
—¡Un momento, capitán, me falta mi Espuma de Mar y no quiero partir sin ella! — Y se alzó a coger la pipa tallada con la que quería morir.
ESTUDIANTE DEL TALLER DE CUENTO AVANZADO, ESCULTORA Y ADMINISTRADORA