• 23/12/2024 00:00

¡Nos ha nacido un niño!

Que esta Navidad, al acercarnos a ese pesebre donde duerme el Niño Jesús, el hijo de Dios hecho hombre, pongamos allí nuestro corazón, nuestros anhelos, nuestras faltas, para alcanzar esa vida eterna...

En la fiesta de Navidad hay dos elementos muy especiales que no han desaparecido a pesar de los siglos: una alegría y una esperanza. Celebramos con manifestaciones muy variadas, desde los adornos navideños, las canciones y villancicos, hasta una diversa oferta de platos y dulces, todos exclusivos de estos festejos.

La pregunta que deberíamos hacernos todos es si esta ruidosa alegría corresponde a una celebración con un significado que sobrepasa a todas las otras fiestas.

La Navidad nos remonta a un hecho histórico, con profundos significados religiosos que a todos nos remite a recuerdos y vivencias imborrables, ligados al hecho fundamental de lo que celebramos: el nacimiento de Jesús de Nazaret.

Jesús nace pobre, tan pobre que María, su madre, lo da a luz de la misma manera que todas las madres lo hemos hecho, sin cánticos de ángeles ni manifestaciones sobrenaturales evidentes. Su cuna fue un pesebre y allí lo colocó su madre después de envolverlo en pañales. No hubo para ellos ni siquiera un sitio donde albergarse.

Los cristianos de diferentes denominaciones y ritos recibimos con júbilo el nacimiento de un niño que terminará su existencia terrenal clavado en una cruz, después de que a lo largo de su corta vida nos dejara el claro mensaje de que es nuestro Salvador y cuyas enseñanzas marcan, por primera vez en la historia de la humanidad, que solo el amor al prójimo puede ofrecer la esperanza de reconocernos todos como hijos de un mismo Dios, que es además nuestro Padre y herederos de su reino.

La Navidad nos da un modelo de vida que se irá desarrollando, a lo largo de los años, con las enseñanzas de Jesús, el enviado por Dios a nosotros para manifestar mediante la Palabra la esperanza de otra vida que no termina con la muerte. Es, además, una clara lección de que Jesús, el hijo de Dios, escoge nacer y vivir en la pobreza, una pobreza que una y otra vez nos muestra su preferencia por los más humildes y despreciados.

Este niño, cuyo nacimiento recordamos hoy, no temió ni a las represalias ni al escándalo que provocarían en aquella sociedad judía, colmada de leyes y prácticas rituales interminables, el reino que anunciaba y en donde cabían todos, los recolectores de impuestos, prostitutas, extranjeros y, de manera especial, las mujeres con las que mantuvo siempre un trato amistoso y lleno de ternura.

Que esta Navidad, al acercarnos a ese pesebre donde duerme el niño Jesús, el hijo de Dios hecho hombre, pongamos allí nuestro corazón, nuestros anhelos, nuestras faltas, para alcanzar esa vida eterna que ÉL nos promete.

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