• 28/12/2024 00:00

Bonanza y arquitectura virreinal

El comercio impulsó la transformación urbanística de Lima, el creciente número de nuevas construcciones generó una demanda de suministros estableciendo rutas marítimas intervirreinales con Panamá y Centroamérica

Cuando se produce el boom minero de la producción aurífera del Cerro Rico de Potosí -y que impulsaría el establecimiento de una ruta comercial directa Lima-Cantón entre 1580 y 1610- las ordenanzas o “reglas de albañilería” vigentes en la Ciudad de los Reyes (Lima) eran las de 1557 que señalaban como debían de organizarse los gremios de constructores o alarifes.

El comercio impulsó la transformación urbanística de Lima, el creciente número de nuevas construcciones generó una demanda de suministros estableciendo rutas marítimas intervirreinales con Panamá y Centroamérica.

Kluber (1967) sostuvo que las variantes arquitectónicas latinoamericanas (provenientes de “la arquitectura europea no ibérica”), sin negar los patrones peninsulares en lo que se basaron, generaron tantas combinaciones de estilos que, vistas en conjunto, gestaron una tradición propia. Palm (1967), comentando a Kluber, añade que las construcciones de esa época son parte de los factores culturales de la peruanidad, la mexicanidad o la panameñidad que se evidencian a finales del s.XVIII y en las guerras de independencia, señalando a su vez que, en el caso del país de los incas “se ha formulado una tesis historiográfica de la arquitectura virreinal compenetrada con el espíritu de la peruanidad” (San Cristóbal, 1993).

Durante el periodo virreinal en el que Perú y Panamá fueron un solo territorio se han identificado manifestaciones arquitectónicas comunes que proceden de territorios no ibéricos (como Bohemia y el norte de Italia) pero que adquirieron sello propio en estas latitudes. Se señalan los siguientes aportes: las bóvedas de cate y yeso desarrolladas por el dominico Fray Diego Maroto en Lima y exportadas al istmo (San Cristóbal, 1981); los paneles de muro rústico donde combinaban franjas de ladrillos y franjas de piedra desarrolladas por los alarifes Alonso de Arenas y Andrés de Espinosa desde finales del siglo XVI (San Cristóbal, 1993); la planta ortogonal de las iglesias que, desde el punto de vista de la técnica, despertó controversias entre Gasparini (1972) y San Cristóbal (1993), el primero utilizándola como argumento del “control estatista” de la Corona sobre los territorios virreinales que obligaba a construir de una determinada manera, mientras que el segundo la toma como base de las soluciones creativas que aplicaron los alarifes latinoamericanos para elaborar nuevas combinaciones de estilos; finalmente, un cuarto aporte son las cornisas abiertas en arco identificadas por Bernales (1982) en la ciudad del Cuzco, antigua capital del imperio incaico, diseñadas por el ensamblador-escultor Martín Alonso de Mesa y llevadas allí por su hijo Pedro de Mesa (San Cristóbal, 1981).

De las combinaciones posibles de estos cuatro aportes nacen escuelas regionales peruanas y panameñas que tenían categoría de centros arquitectónicos y no simples expresiones regionales de menor jerarquía. Cada una tiene rasgos de autonomía y originalidad.

Según San Cristóbal (1993), cada escuela creó modelos inéditos. La primera escuela regional en paralelo al barroco limeño y panameño fue el barroco cuzqueño (de la segunda mitad del siglo XVIII); la segunda fue la escuela de Arequipa, mil kilómetros al sur de Lima, con decoración textilográfica que recubre los espacios libres de las portadas y fachadas; la tercera escuela fue la de Cajamarca con las llamadas “portadas-retablo” con una volumétrica específica sustentada por un entorno minero próspero (el protagónico rescate del inca Atahualpa en oro y plata aconteció en dicha región en 1533); y la última, la escuela regional del Collao, territorio hoy ubicado entre Perú y Bolivia cuando ésta última nace a la vida independiente en 1825. Estas “escuelas regionales específicas autogeneradas” transforman gradualmente los espacios de la “geografía política” de la Sudamérica española.

De esta forma la “geografía artística” del Perú virreinal se amplió considerablemente llegando hasta Centroamérica por efectos de los altos beneficios económicos que representaba la “Nao de la China” (Lima-Cantón) y que se volcó en nuevas construcciones civiles y religiosas.

No es de extrañar la existencia de mano de obra calificaba -tanto peninsular como peruana- y los importantes volúmenes de piedra, madera y de otros bienes que se dirigieron hacia la costa peruana hasta 1687 en que el terremoto de ese año provocó un replanteamiento de los modelos de edificación.

El devenir de los estudios que arrojaron luz acerca de una arquitectura latinoamericana propia (que no rechaza el aporte individual de artistas extranjeros) fue un proceso lento que se enfrentó a versiones historiográficas en boga hasta finales de la década del sesenta del siglo pasado y que planteaban una relación de subordinación respecto a las modas y tendencias que se producían en la Metrópoli. Es claro que la bonanza comercial peruano-asiático fue la plataforma que sustentó el cambio arquitectónico que vino después.

El debate no se agota aún y permite vislumbrar que nuevas investigaciones nacerán con ocasión del cierre del ciclo de conmemoraciones del bicentenario de las independencias políticas de varias naciones latinoamericanas.

*El autor es exembajador peruano

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