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- 19/02/2022 00:00
Hacia una real agenda anticorrupción
Mi respuesta a Rubén Blades, quien aborda en un escrito las reacciones a su opinión sobre la contienda del 2024, va más allá de la controversia inmediata, que no es más que un episodio de los inevitables tanteos prelectorales. Voy a atender lo medular: las limitaciones de la agenda anticorrupción que abanderan, al igual que cada cinco años, determinados candidatos de partidos y de libre postulación.
Esa agenda anticorrupción tiende a consistir en modificaciones a la separación de poderes y reformas administrativas, realizables mediante cambios constitucionales o legislativos. La pretensión es que esta reingeniería institucional eliminará, o por lo menos mitigará, la corrupción bajo sus distintas modalidades: clientelismo, tráfico de influencia, sobornos, malversación, etc. Es decir, las diversas formas de convertir fondos públicos en beneficios privados por fuera de la ley.
La premisa tras esas propuestas es una de dos: o la corrupción tiene por causa instituciones débiles, o la naturaleza humana es inherentemente corrupta (o debido a la cultura/etnia en la variante racista). Ambas premisas no solo llevan a las mismas soluciones cosméticas, sino que son falsas de por sí, al quedar atrapadas en la fachada legalista de los problemas, sin proponerse comprender y superar sus causas.
El modo de organización de la sociedad actual ha subordinado la existencia de cada individuo a la venta y compra de mercancías a cambio de dinero. Tanto la supervivencia más elemental como el “éxito” en la vida, dependen del dinero al que se tiene acceso y lo que puede cada uno vender y comprar para adquirirlo. Las mayorías, carentes de medios de vida propios, terminan forzados a vender en el mercado lo único que poseen, su capacidad de trabajar, mientras que las minorías que concentran la riqueza usan el dinero como capital para extraer ganancias del trabajo ajeno que compran, bajo el imperativo de acumular más y más capital.
En sociedades organizadas sobre esa base, el Estado no es ni puede ser neutral, al tener por función mediar en los conflictos sociales para sostener a toda costa ese proceso de acumulación de capital, por lo que termina representando los intereses de los propietarios de capital y no de las mayorías desposeídas, y reproduciendo al interior de sus instituciones la guerra entre dichos capitales por la supremacía en el mercado, determinando a su vez, un tipo de corrupción que tampoco es neutral, sino específica a esa lógica sistémica.
Los propietarios del capital invierten en partidos y candidatos para adquirir poder e influencia dentro del Estado, como medio para sacar ventaja sobre sus competidores, reducir sus riesgos y garantizar ganancias extraordinarias. El retorno a su inversión son las exoneraciones, incentivos, concesiones y licitaciones para sus negocios, nombramientos en puestos claves, leyes en el Legislativo y fallos en las cortes. A cambio de hacerles el trabajo, políticos y funcionarios a lo largo y ancho de la burocracia reciben una tajada, en la forma de salarios inflados y privilegios diversos.
El proceso electoral se convierte en una forma de competencia mercantil, con las distintas fracciones de la clase apropiadora, apostándole grandes sumas de dinero a sus caballos predilectos, armando nóminas en función de la futura repartición del presupuesto público. Para aumentar la probabilidad de ganar, los partidos y candidatos usan el dinero de las donaciones para comprar votos, armando redes clientelares para la repartición de prebendas, aprovechándose de las necesidades existentes, con un ejército a sueldo y destajo de militantes trabajando para los financiadores de la política, lo que muestra cómo, incluso en la corrupción, se reproducen las líneas que dividen a la sociedad en clases. No hay clientelismo en los barrios sin donantes de cuello blanco en la búsqueda de negocios asegurados.
Para completar el circuito de la corrupción en Panamá, los propietarios del capital han armado una plataforma de servicios que permite canalizar de manera opaca dineros de todo el mundo a través de la banca y el comercio hacia la especulación inmobiliaria, limpiando dinero y valorizando activos. Engranaje que es utilizado por los mismos que financian la política para limpiar sus ganancias de la corrupción, a la vez que recanalizarla hacia nuevas donaciones para mantener el dominio político con el cual resguardan el ordenamiento administrativo y jurídico de la plataforma.
Así, la corrupción aparece ante nosotros como el dinero que se roban funcionarios y se reparte en campaña entre votantes, donde se generan los escándalos y la indignación, pero que tiene de fondo, encubierto bajo la superficie, los grandes capitales que compran poder en el Estado, para facilitar negocios y el aparato financiero y comercial que han creado para mover impunemente los dineros extraídos, todo bajo la silenciosa compulsión del proceso de acumulación de capital.
Una agenda anticorrupción real implica un programa para la transformación del modo como está organizada la economía panameña, que permita sostener formas de participación, transparencia y rendición de cuentas democráticas y populares para controlar a los gestores del Estado y decidir en común cómo utilizar las riquezas producidas por el trabajo humano para beneficio del interés general de la sociedad. No basta con “un Estado de derecho fuerte”, como si institucionalizar y legalizar las formas como se apropian de las riquezas del país cambia el problema de raíz, que es de sistema.
Esa agenda mínimamente toma la forma concreta de la lucha por la nacionalización de los activos estratégicos y la universalización de los servicios públicos, por legislación laboral que garantice los derechos de los trabajadores y ambiental que resguarde a los ecosistemas, una política tributaria progresiva que ponga fin a la evasión y cierre los agujeros de la elusión, expulsar el financiamiento privado del proceso electoral y asegurar un acceso equitativo a la justicia, junto con castigos severos e imprescriptibilidad en los delitos para los corruptores.
Esto políticamente se traduce en la disposición a enfrentarse a los poderosos intereses económicos nacionales y transnacionales que tratan al país como su casino personal y al Estado como su empleado, que abarca desde dueños y concesionarios de minas, hidroeléctricas y puertos, pasando por grandes bufetes de abogados y comerciantes, hasta constructoras y bancos. Si no se está dispuesto a representar los intereses de las mayorías contra las minorías corruptoras, la agenda anticorrupción termina por no ser más que una renovada pantomima para engañar al pueblo, prometiendo luchar contra la corrupción bajo el patrocinio de los mayores benefactores de la corrupción.