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- 14/07/2024 00:00
- 13/07/2024 17:09
Hace algún tiempo llegó a mis manos un libro titulado Ética, de los filósofos Adela Cortina Orts y Emilio Martínez Navarro, que en sus escasos seis capítulos y 183 páginas explica los conceptos, ideas y corrientes clásicas y más modernas —al menos desde el punto de vista occidental— de la Ética, entendida como “la parte de la Filosofía que se dedica a la reflexión sobre la moral”.
Ya esta definición establece una primera distinción, al menos desde el punto de vista académico: ética y moral no se refieren a lo mismo. Mientras la moral puede entenderse como un conjunto de principios, patrones de conducta, valores, costumbres o ideales de vida buena de un colectivo humano o una persona concreta en un determinado momento histórico o contexto social, la Ética lo que hace es una reflexión sobre esos principios, valores o ideales, con el fin último de “justificar racionalmente la vida moral”.
Dicho de otra forma, la Ética o Filosofía Moral no nos dice necesariamente cómo debemos actuar en nuestra vida cotidiana, pero sí nos ayuda a pensar sobre el proceder moral de nuestras acciones, sobre la moralidad de nuestros actos particulares o colectivos; sobre si lo que hacemos contribuye —o no— a la consecución de la justicia, concepto sobre el que se centra hoy la preocupación ética, más que en el asunto de la felicidad, tal como dicen los autores.
“Aunque lo típico es que la mayor parte de los contenidos morales del código moral personal coincida con los del código moral social, no es forzoso que sea así”, se lee. “De hecho, los grandes reformadores morales de la humanidad, tales como Confucio, Buda, Sócrates o Jesucristo, fueron en cierta medida rebeldes al código moral vigente en su mundo social”, puntualizan los autores.
En Ética se explica que “morales ha habido muchas a lo largo de la historia, y hoy en día es evidente la existencia de una pluralidad de formas de vida y de códigos distintos coexistiendo —no siempre conviviendo— en el seno de nuestras complejas sociedades modernas”. Así, por ejemplo, en un mismo espacio geográfico pueden coexistir personas que asumen como moralmente buena la moral comunista, la moral de mercado o la moral protestante, por mencionar algunas. Las tres personas, aunque con morales distintas, pueden coincidir en el precepto moral más universal de no matar (al menos en principio).
La pregunta que pueden estar haciéndose algunos de ustedes, si es que han llegado a este punto del texto, es por qué escribimos hoy sobre Ética y Moral. Resulta que una cosa son las normas o principios moralmente aceptados como buenos, y otra muy distinta la forma como, efectivamente, nos comportamos. No es necesario detenerse mucho en esto: si fuimos educados en la moral cristiana sabemos que no es bueno mentir —es pecado, incluso— y, sin embargo, ¿alguno puede decir que no ha mentido alguna vez?
El problema con lo que el filósofo José Luis L. Aranguren llamó “la moral pensada” y “la moral vivida” —citado en el libro Ética—, es que la brecha entre lo uno y lo otro parece haber alcanzado absurdos inimaginables en el ejercicio de la política criolla. El 1 de julio pasado, a propósito del acto de instalación de la nueva Asamblea Nacional, varios de los diputados electos hicieron alusión a sus creencias religiosas como sinónimo de temple moral, como si la moralidad fuera sinónimo de religiosidad.
También se produjo una especie de competencia entre las distintas bancadas, como si al comportamiento moral se le pudiera asignar puntos o medirse como ingrediente de cocina. ¿Tienes uno o dos gramos de moral? ¿Dos o tres cucharaditas? ¿Cuchara sopera o de postre?
El problema de fondo con esta forma de abordar el tema moral es que se queda en lo circense, genera confusión y evita discusiones de fondo como la necesidad de justicia (que no es lo mismo que legalidad). Para discutir el fondo, sin embargo, se ha de tomar distancia del sistema en el que se vive porque, como escribió Enrique Dussel en sus 14 Tesis de Ética, “toda crítica no tiene sentido sino tiene un punto de apoyo exterior al mundo para poder lanzar la crítica”.
Para Dussel, el sistema en el que vivimos está “fetichizado”, al punto que ha perdido “la posibilidad de la autocrítica creativa al declararse la totalidad existente como (...) ejemplar, el mejor mundo posible”. Para transformar esta realidad, agrega, “hay que perder el miedo a la inmoralidad de la moral vigente”, una moral que se viste de santos y de éxito material, que se produce y reproduce porque se confunde el vivir bien con el buen vivir; y que no tiene reparos en la destrucción de la naturaleza toda. Y esto ocurre porque siempre es más cómodo apostar a la felicidad hedonista que ejercer la crítica incómoda.
Como bien señala este filósofo de la liberación, “la moral vigente y su ley no son el fundamento que juzga como última instancia la justicia del acto o las instituciones. Un acto puede tener pretensión de bondad moral y legal y ser, sin embargo, injusto”.