El barrio de Chualluma en Bolivia, es único en la ciudad de La Paz ya que todas sus paredes están pintadas de colores que resaltan los rostros de las cholas,...
- 14/12/2014 01:00
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Por muy acostumbrado que se esté a intervenir en actos públicos, homenajes y debates; por más que las circunstancias nos obliguen a ocultar las emociones; y por más que la vida nos haya enseñado a lidiar con el dolor y las ausencias, hablar del maestro Alfredo Sinclair (8 de diciembre de 1914 - 2 de febrero de 2014), sin temblor en la voz y sin grietas en el alma, es tarea a todas luces imposible.
1914. No deja de constituir una feliz coincidencia histórica que el Canal de Panamá, que de alguna forma moldeó todo el siglo XX y nuestra idiosincrasia como Nación, haya iniciado sus operaciones en el año que vino al mundo el artista que, también de alguna forma, marcó el siglo pasado, no en el terreno de las confrontaciones sino en uno mucho más fértil: el del arte.
En el caso de Alfredo Sinclair, el pincel es un lápiz y la tela es la hoja en blanco que aguarda la inspiración de un poeta. Sí: su pintura también es poesía. No le sobran ni faltan trazos: tienen la perfección de un soneto de Borges, Quevedo o Machado. Las palabras usadas por los grandes poetas son las mismas que las de los meros escribidores, así como los colores de los grandes artistas son los mismos que emplean los imitadores y los principiantes. Lo que los diferencia es el orden en que se colocan y la armonía con que se expresan.
Los historiadores del arte han logrado (o ellos creen haber identificado) las influencias que más pesaron en la pintura del maestro Sinclair. Sin excepción concluyen que, a pesar de la inspiración de los grandes maestros, ni él trató de repetirlos, ni nadie podrá repetirlo a él. Imitarlo, por supuesto, repetirlo imposible.
En la literatura la historia no es diferente. Ríos de tinta han corrido para rastrear los orígenes de la prosa de Gabriel García Márquez, muerto también este año, pocas semanas después que el maestro Sinclair. Desde William Faulkner hasta los novelistas europeos del siglo XIX, de los vallenatos hasta las Mil y una noches , pero al final la conclusión es mucho más simple y contundente: su prosa goza de una identidad y una frescura que, como el arte de Alfredo Sinclair, es también irrepetible.
En ese sentido, los eruditos analistas del arte advierten en la pintura de Sinclair huellas de Matisse, Gaugin y Modigliani, o que les recuerda los vitrales de las antiguas catedrales europeas. Otros (incluido el propio Sinclair) han rastreado sus rasgos hasta tres siglos más atrás para llegar donde Rembrandt. Pero unos y otros coinciden en que sea cual fuere la influencia más marcada, o incluso si fueran todas al tiempo o ninguna, el arte de Sinclair tiene identidad y fuerza propias que lo hacen irrepetible.
DE LO FIGURATIVO AL ABSTRACTO
Desde que Alfredo Sinclair regresó a Panamá imbuido del arte informalista tan en boga a mediados del siglo pasado, y que nació como una reacción artística a los horrores de la segunda guerra mundial, son muchos los exponentes de la plástica en Panamá que se han matriculado en esa corriente a la que Sinclair llevó a cimas de excelsitud. Y ese tránsito hacia el arte en el que cuenta más la armonía de los colores que las formas naturales, constituyó en si mismo una demostración del talento y de la audacia para emprender nuevos derroteros, pues Sinclair ya había demostrado (y premios así lo prueban) un talento excepcional para las formas realistas tradicionales: paisajes, bodegones, desnudos.
El color ha sido, a fin de cuentas, el móvil del arte de Sinclair. Puede considerársele el colorista por excelencia de la pintura panameña. Su color establece un continuo contrapunto con la luz. Su gama parece integrada por la del vitral y, al admirar muchos de sus cuadros de los últimos tiempos, se me antojan vidrieras vistas en vetustas catedrales.
La gloria, el poder y la fortuna terminan siempre por desnudar a los hombres y hacen más patentes (o las descubren si estaban ocultas) sus virtudes y sus carencias. La vida dilatada de Alfredo Sinclair –vivió casi cien años—nos mostró a un hombre superior, que muy joven se vacunó contra el virus de la vanidad y la soberbia y logró la más difícil de las inmunidades: una resistencia invencible a las fiebres del elogio y los halagos.
El hombre que introdujo en Panamá el arte abstracto, en lugar de refugiarse en la cúpula exclusiva de las celebridades, prefirió compartir con sus coterráneos el acervo cultural que traía de sus estudios y experiencias en Suramérica, adonde había viajado sin más recursos que su curiosidad y afán de aprender.
Así muchos jóvenes panameños que no tuvieron la reciedumbre de Sinclair para explorar nuevos horizontes y superarse aún a costa de las privaciones propias que supone sobrellevar la pobreza en tierras extrañas, pudieron nutrirse de las corrientes artísticas en boga en aquella época, de la mano de un maestro excepcional, generoso y solidario.