La Ciudad de Saber conmemoró su vigésimo quinto aniversario de fundación con una siembra de banderas en el área de Clayton.
- 12/09/2020 00:00
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Se introdujeron en la noche a través de una ligera capa de humo y olor a alcohol. El auto parecía más pequeño de lo normal, sentía su vibración cerca, su respiración pausada y por momentos agitada al hablar sobre alguna molestia. El aire era tibio y cuando abría la ventana, entraba un viento helado que le lamía el rostro y la hacía recordar antiguos momentos. Era ese frío lo que los unía. El que los hacía sentir muertos, sedientos y con ganas de volverse a lamer las heridas.
—¿Qué piensas?
En casarme contigo, lejos, en un lugar remoto en el que solo estemos nosotros dos, pensó ella. Sonrió y le dijo que no estaba pensando en nada. Que todo estaba bien. Él, en cambio, tenía unas enormes ganas de saber lo que ella pensaba. Quería abrir su cabeza y adentrarse allí. ¿Por qué esos silencios? ¿Por qué esas palabras vagas? ¿Por qué esa seriedad, esa mirada astuta y lejana? Ella veía un lugar extraño pero precioso, con sus árboles altos, anchos, que inclinaban sus ramas en su dirección, como si quisiera tocarlos. Estuvo a punto de abrir la ventana y palpar una de sus hojas verdes, pero le pareció imprudente. Además hacía mucho frío.
—... Now that she's back in the atmosphere... With drops of Jupiter in her hair, hey, hey. She acts like summer and walks like rain...
Empezó a reír. Le gustaba escuchar cuando cantaba, aunque tenía muy poco tiempo disfrutando de su voz. Sonreía en las estrofas con un guiño, golpeaba el volante y se acercaba a ella provocativamente, cantando, sonriendo, riendo. Quiso cantar, reír, golpear también el volante. Pero había algo que la detenía. Su marcha era inminente. ¿Qué sería de él entonces? ¿Y de ellos? Miró unos letreros con nombres raros y muy largos y suspiró. Aspiró su aroma a alcohol y miel.
—Eres todo un músico.
—No soy músico —sus palabras fueron tajantes, breves, pero con notas de melancolía, como si recordara un sueño perdido.
—¿Entonces qué eres?
—No lo sé. A veces escribo, creo. Quiero decir, sé que soy bueno... No te rías que es en serio. Hay tantas cosas que quisiera escribir, pero las palabras solo vienen cuando pueden. Además, soy un obsesivo con el lenguaje. Tal vez por eso tardo tanto en escribir un libro. ¿Ya leíste el que te di? Es un poco soso, creo. No lo sé. Sé que los primeros capítulos están un poco raros, pero... Oye, ¿tienes frío?
—Sí, un poco. No me gusta mucho el frío.
Se detuvieron en un semáforo. Él se quitó la chaqueta y se la acercó con una sonrisa. Se inclinó para besarle las mejillas y el cabello. Quería recordarla así, envuelta en su chaqueta, con la mirada curiosa entre cada esquina. Deseaba cortar uno de sus mechones y guardarlo para siempre en una caja que resguardara su olor a naranjas. Quería quedarse con ella, en ese momento, en todos los momentos, ahora y siempre. Pero sabía también que todo lo que estaban viviendo era pasajero. Ella no pertenecía a ese sitio.
—Me gustan los colores de este lugar. Marrón y verde. Por donde miro o camino, veo una claridad que se esconde entre los altos árboles, pequeños rayos que caen en las calles como recordando que el sol salió. Hace mucho tiempo quise ser médica, pero mi padre me obligó a estudiar periodismo. Entonces terminé en un pequeño cubículo escribiendo artículos para gente que no tolero —dijo ella.
—¿De verdad? ¿Médica?
—Sí, ya sé.
Comenzó a reconocer las casas modernas, pequeñas, pintadas de blanco, gris y marrón. Algo dentro se retorció y tuvo que sostenerse de la puerta, le pareció que el frío le recorrió en el cuerpo de manera incómoda. Se le empañaron los ojos, pero se negó a soltar las lágrimas. Miró hacia el frente, hacia las luces amarillentas que iluminaban las calles, hacia las casas en silencio, hacia la noche solitaria. Los árboles se inclinaron hacia ella, con sus ramas dobladas y extrañas, casi rozando el auto. Casi golpeándolo. Casi diciéndole: hey, chica. ¿Adónde vas?
¿Adónde voy?, se dijo.
Hubo un silencio breve, aunque de lejos incómodo, pues se sentía bien en su presencia. No necesitaba decir palabras, le gustaba observarlo, observar cómo movía sus manos al hablar o cuando se reía a carcajadas de cualquier cosa. ¿Cómo podía tener tanta felicidad dentro? Ella era tan seria, silenciosa y con un carácter tenaz. Reía, por supuesto, pero no era una risa tan divertida y estridente como la suya. Mientras lo miraba, sentía su corazón hinchado, su cuerpo flotaba y tenía ganas de lanzarse del auto en movimiento. Caer dolería menos que saber que estaba enamorada. Y tenía miedo. Lo podía sentir en todo su cuerpo, desde la punta de sus pies hasta la cabeza. Era un miedo palpitante, caliente, confuso. ¿Y si en unos meses ya no la quiere más? ¿Si se aburre de ella? ¿Si descubre sus ataques de ansiedad, sus miedos, sus inseguridades y esa poca capacidad de entender muchas cosas?
—¿Qué piensas?
Ella se encogió en el asiento.
—Ya estamos cerca.
Su semblante cambió, ahora parecía lejano, metido en sus pensamientos. Sabía que no quería despedirse, el dolor reflejaba sus ojos al saber que pronto el auto se detendría y ella se iría sobre la niebla para siempre.
—¿Cómo iba yo a saber que en verdad existías? Que esos ojos me harían dudar de mi realidad, que derrumbaría mi sistema... jajaja. Ok. Exagero. Sabía que estabas ahí, pero no que estabas tan de este lado. No que vendrías y te quedarías conmigo. Creí que un beso y una noche de caminata bastarían para ser felices. Por eso me aferré a los libros, a los collares wixárikas. A las fotos de zoom dudoso. A las palabras, que son efímeras y que, por alguna extraña razón, permanecen a pesar de nosotros. Como una canción heredada por generaciones. Como si una tonada o tres versos mal rimados nos fueran a salvar del olvido.
Ella suspiró.
Él estacionó el auto. El silencio era hondo, vibrante. Ninguno de los dos habló por unos minutos, hasta que él soltó un suspiro, como si quisiera sacar algo de adentro. Algo que lo sofocaba.
—Me tengo que ir.
—Lo sé.
Ella se quitó la chaqueta y se la entregó. Abrió la puerta, el aire helado entró, estremeciéndolos. Lo miró por última vez, una vez más antes de sumergirse en la oscuridad que la esperaba. Él la miró con intensidad, con palabras mudas, con besos y abrazos, con silenciosas promesas. Bajó, cerró la puerta y se acercó hacia las pequeñas rejas rojas. Mientras caminaba, se negó a mirar hacia atrás. Todos sus miedos se sujetarían a ellos y los arrastrarían hacia una oscuridad tenebrosa. Tuvo que sostenerse de las rejas con fuerza, casi lastimándose las manos. Suspiró profundo y entró.
Detrás de ella, las ramas de los árboles se inclinaron en su dirección.
Venezolana residente en Panamá desde hace ocho años. licenciada en publicidad y mercadeo (Panamá). Es egresada del primer Programa de Formación de Escritores (Profe) promovido por el Instituto Nacional de Cultura (Inac) en 2017.
En marzo de 2018, su cuento 'Te llevo en mis venas' fue finalista del II Concurso Internacional de Cuento Breve Todos Somos Inmigrantes de México.
Se ha dedicado por más de 15 años al género de terror y horror. Su primera novela fue la bilogía 'El acecho de los inmortales' (volúmenes I y II). 'No apagues la luz, cuentos de terror y extravío' (Foro/taller Sagitario Ediciones) es su primer libro de cuentos.
Actualmente participa en diversos talleres de escritura y sus textos han sido publicados en diferentes medios. Brinda talleres y conversatorios sobre el género de terror.