- 05/11/2012 01:00
GUATEMALA. Centroamérica es de estas regiones donde la arqueología ocupa un lugar prominente, al echar luz a un rico patrimonio, que ejerce una influencia notable sobre las expresiones culturales modernas, las identidades y por supuesto, el turismo.
No obstante, una etapa crucial del pasado precolombino del istmo sólo recibió, hasta la fecha, una atención muy modesta: me refiero al período Paleoindio, que abarca los milenios transcurridos entre la llegada del hombre a América, y el inicio del período Arcaico, hace 10,000 años.
Las culturas paleoindias no dejaron pirámides, ni estelas, ni murales, ni tampoco objetos de cerámica, jade u oro. Revelan sin embargo un innegable poder de fascinación, para quien toma el tiempo de interesarse por ellas, liberándose de los burdos prejuicios que a menudo rodean a nuestros ancestros de la Prehistoria.
Desde Alaska hasta el cono meridional de la América del Sur, miles de lugares han dado lugar al descubrimiento de vestigios paleoindios.
Los discretos artefactos que integran este material están elaborados principalmente de piedra, pero también de hueso, de marfil, y muy raramente de madera; en cuanto a las huellas de arreglos residenciales, se limitan a menudo a simples hogares y hoyos de postes. Las ocupaciones paleoindias más antiguas conocidas hasta el día de hoy (y cuya antigüedad es aceptada sin demasiadas reservas por la comunidad científica) tienen entre 15,000 y 16,000 años de edad, y fueron evidenciadas en Estados Unidos.
Basándonos en datos proporcionados no solamente por la arqueología, sino que también por la genética, la antropología física y la lingüística, podemos razonablemente considerar que los primeros colonizadores del ‘Nuevo Mundo’ vinieron de Siberia, aprovechándose del istmo que la última gran glaciación había creado entre Asia y Norteamérica, al hacer bajar d rásticamente el nivel de los mares.
El asombroso ejemplo de estos aventureros de la Era de Hielo, que no fueron detenidos por las condiciones climáticas extremas que afectaban en ese entonces las regiones del Pacífico Norte, acredita la tesis expresada por el doctor Clawbonny, en las Aventuras del Capitán Hatteras, de Jules Verne (1867): ‘No creo en las comarcas inhabitables…’. Otro aspecto asombroso del poblamiento inicial de las Américas es su rapidez: en aproximadamente un milenio, al parecer, el hombre alcanzó el sur de la América del Sur, cuando le tomó cerca de 30,000 años para atravesar Siberia.
Esta formidable expansión, en una tierra nueva y llena de promesas, fue probablemente favorecida por la práctica de la navegación costera.
A partir de su bagaje asiático, los primeros americanos no tardaron en desarrollar tradiciones propias, de las cuales las más difundidas son las que se designan bajo los nombres de ‘Clovis’ y ‘Cola de Pescado’ . Las mismas produjeron puntas de proyectil muy características y admirablemente trabajadas.
Mientras que la cultura de Clovis floreció desde el sur de Canadá hasta Venezuela, entre 13,300 y 12,800 años atrás, la tradición definida por las puntas ‘Cola de Pescado’ se esparció por la América del Sur y Central, en la misma época.
Fuera de los casos de hallazgos aislados, los artefactos paleoindios fueron recolectados en sitios que se interpretaron como campamentos, lugares de matanzas de presas, canteras, talleres, escondites y sepulturas.
Estos contextos reflejan un modo de vida nómada y una organización social de tipo familiar, tribal o clánico.
Su estudio muestra además que las poblaciones del período Paleoindio poseían un agudo sentido de la orientación, y que adquirieron un profundo conocimiento de su entorno, permitiendo una eficiente explotación de los recursos naturales, tanto vegetales como animales (más allá de la cacería de los grandes mamíferos herbívoros que vivían en aquella época en el continente americano).
Pero no podemos confinar nuestra aproximación de los grupos paleoindios a los aspectos prácticos o sociales.
Cuando ingresó a América, la especie humana ya estaba dotada de un profuso legado simbólico.
No es sorprendente, entonces, que las primeras culturas del continente hayan dejado testimonios artísticos.
Éstos aparecen bajo la forma de piedras y huesos grabados o pintados, y excepcionalmente, de petroglifos.
El uso del ocre rojo, para colorear objetos u osamentas colocados en espacios funerarios, debía tener un propósito ritual; esta costumbre era ampliamente difundida entre las sociedades del Paleolítico Superior (40,000 - 9,000 a. C.), a través del mundo. Pero resulta muy difícil hacerse una idea, aunque sea muy aproximada, de las creencias religiosas paleoindias, a partir de los indicios de posibles rituales. Como lo escribió el prehistoriador francés André Leroi-Gourhan: ‘Es como dar cuenta de una obra de teatro haciendo el inventario del guardarropa, incluyendo la escoba y el hacha del bombero’.
En América del Norte y del Sur, el estudio del período Paleoindio se ha convertido en un eje importante de la in vestigación arqueológica.
Por contraste, en Centroamérica, los proyectos enfocados específicamente a ese remoto pasado han permanecido muy escasos. Eso explica por qué, a la fecha, el número de sitios paleoindios confirmados en el istmo centroamericano (entre Chiapas, México, y Panamá) llega con dificultad a unos 40 —15 estando ubicados en Panamá—.
En este reducido corpus no se encuentran objetos de hueso, marfil o madera, ni manifestaciones de arte gráfico, ni evidencias de actividades ceremoniales. Sumado a ello, la cronología de los vestigios está pobremente documentada, y los fechamientos por radiocarbono disponibles en este campo apenas alcanzan una antigüedad de 13,300 o quizá 13,400 años. A pesar de eso, el patrimonio Paleoindio de Centroamérica no carece de relevancia.
Uno de sus aspectos que más intrigan a los investigadores, es la cohabitación de las puntas de proyectil Clovis y Cola de Pescado.
A sí, Centroamérica aparece como una región clave para entender las relaciones entre dos grandes tradiciones paleoindias; pero ofrece igualmente pistas para definir tendencias particulares. Se pueden acariciar grandes esperanzas, al pensar en todos los secretos que podría revelar sobre la epopeya de los primeros americanos esta tierra donde la civilización experimentó tan prolífico destino.
* El autor es doctor en arqueología e investigador asociado al Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos.