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- 12/10/2024 00:00
- 11/10/2024 19:20
La cuestión educativa es el tema de nuestros tiempos. Muy particularmente en la América Latina. El desarrollo de las naciones, gracias en gran medida a la instrucción impartida, demanda, nuevos esfuerzos que atiendan los intereses de la Nación. Desde luego, la política educativa más exitosa es la que sabe armonizar esos intereses de la Nación con las nuevas y viejas luces de la ciencia y de la tecnología. Entre los intereses de la Nación se encuentra la formación de hombres democráticos, cultos y humanistas. Se podría decir que el ideal de todos estos pueblos es lograr el dominio del conocimiento.
En nuestro país, la lucha por la educación ha sido larga, sacrificada y muy motivada por el concepto de patria ubicado en la mochila espiritual del educador. Recuerdo los informes de mi padre como inspector de instrucción pública (1912) de la región norte de Coclé, pidiendo al Gobierno central la creación de la policía rural para obligar a los jefes de familia el envío de sus hijos a la escuela. Entonces, por las privaciones económicas, los hijos eran la mano de obra de la subsistencia doméstica, y sus padres los preferían en el surco de la producción agrícola. Dos años después, mi padre pedía el retiro de la policía rural, porque ya los maestros habían convencido a los tutores familiares de todas las ventajas de la educación. Ese fue el saldo de la prédica social del educador republicano que supo cambiar los rigores de la ignorancia por la hermosa luz del alfabeto.
Luego, los gobiernos de la patria vieja fundaron los pilares de una educación sólida. Proliferaron los centros escolares y el cincuentenario de la República (1953) nos encontró con escuelas secundarias en todas las capitales de provincia, con primeros ciclos regados por todo el país y con organizaciones magisteriales, como el Magisterio Panameño Unido y la Asociación de Profesores, que lucharon por la dignificación de los docentes.
Así como la creación de la Universidad de Panamá constituyó un punto luminoso y de referencia de la inquietud académica del país, la posterior Ley 47 de 1946 dio al traste con los vicios politiqueros de mantener al personal docente amarrado a los intereses del clientelismo partidarista. Esa ley rompió todo nexo del educador con todas las manifestaciones del servilismo. Los nombramientos anuales en los que privaban los vínculos políticos fueron práctica del pasado y el docente adquirió su estabilidad y, con ella, los fundamentos reales de la libertad de cátedra. Los alfareros de estas dos iniciativas fueron Harmodio Arias Madrid y Octavio Méndez Pereira; Enrique A. Jiménez y José Daniel Crespo, respectivamente. A partir de aquellas fechas, y seguramente desde antes, dos inquietudes han caracterizado la vida educativa del país. Una, adecuar los programas de estudio a las realidades e ideales nacionales; otra, actualizar los conocimientos del educador. Con relación a la primera inquietud, constantemente tonificada, se podía alegar que casi todo está dicho y que mucho se ha hecho al respecto, muy a pesar de la complejidad del tema y de los muchos juicios críticos que, felizmente, mantienen viva la tendencia renovadora.
En lo relativo a la actualización de los conocimientos del maestro, se ha fallado en los métodos para captar el real nivel de preparación. Antes existía una percepción directa, examinando el trabajo en el aula. Era el oficio de los supervisores. Sin esa evaluación directa, la actualización carecería de justificación científica inequívoca y la crítica a la preparación del educador descansaría en otras visiones colaterales que tendrían el carácter con causas mediatas de la crisis.
En esto de la actualización como aspiración necesaria de todo educador tengo algunas experiencias. Al llegar a la Rectoría de la Universidad de Panamá, la encontré muy huérfana de alternativas de superación docente. La administración abrió las puertas de las posibilidades. De cuatro o cinco programas de maestrías existentes, cuando dejé el cargo sumaban 19 o 20 y unos siete programas de especialización. Se otorgaron más de 200 licencias con sueldo o sin él para continuar cursos de posgrado en el extranjero. Se abrieron a concurso más de 500 cátedras como una manera de darle prioridad a la idoneidad y se eliminaron todas las designaciones “a dedo” del personal docente eventual, al establecerse un régimen riguroso de selección autónomo con mentalidad académica. En la línea de la comunicación cultural, la Universidad quedó conectada, a través de internet, con 105 países y con las bibliotecas más ricas del mundo, todo en beneficio de docentes y de la formación académica del estudiante. En la misma dirección, en las memorias respectivas existen las debidas constancias del gran esfuerzo positivo en pro de la actualización académica del docente.
La polémica actual sobre la crisis educativa debe tener principalmente voceros que estén vinculados profesionalmente a la educación. Igual debe ocurrir en otros campos de la crisis social. En lo relativo a las reformas penales, por ejemplo, estas deben ser el fruto del pensamiento de penalistas, criminólogos y jueces, y no de quienes desconocen la terrible complejidad del tema.
En síntesis, el histórico proceso educativo del país, hoy en crisis, como ocurre casi en todo el orbe (en Chile, paradójicamente a pesar de su prosperidad, sus fuerzas vivas piden multitudinariamente en la calle una mejor educación) debe ser apuntalado profundizando, entre otras cosas, toda política que procure la actualización académica y técnica del docente, como la mejor garantía de una educación al servicio de la sociedad y de la Nación.
Publicado en Testimonio de una Época, volumen III, 30 de septiembre de 2006, págs.82-83