El accidente

En esta entrega, el autor relata la historia de un accidente que sufrió y todos los pensamientos que le surgieron tras el hecho.

El jueves de la semana pasada sufrí un duro accidente automovilístico. De súbito me involucré en una colisión que casi me quita la vida. El impacto fue terrible. Por sus efectos recibí golpes en la cabeza, en diversas partes del cuerpo; una oreja quedó lacerada y una clavícula, la izquierda, fracturada. Nunca antes había sufrido una experiencia tan estremecedora. Pensaba en mis cervicales, en mi cráneo lastimado. No salía de un relativo estado de sopor. Sin embargo, tenía conciencia para pedir a Dios que nada le ocurriese al otro conductor. Si tiene que ocurrir un desenlace fatal, pensaba, que fuera el mío.

No podría vivir con la dolencia de haber sido parte de un enfrentamiento que causó una muerte. El conocimiento no lo perdí, pero no atinaba a salir del automóvil. Sentía un incesante goteo de sangre. ¡Que extraño!, me dije. No había percibido un solo golpe. Pensé que el impacto no había afectado mi cuerpo, que el cinturón de seguridad había jugado su papel y que por aferrarme al timón los golpes estarían ausentes. El estremecimiento fue tan infinitamente rápido que el registro del hecho quedó rezagado. Es terrible actuar bajo los efectos de un convulsionante impacto. Pretendí usar el maravilloso celular, pero todos los números se borraron de mi memoria. Era extraña la laguna transitoria, porque daba seguimiento a otras manifestaciones del conocimiento.

Sentí la incomodidad de ser objetivo de la curiosidad de los transeúntes. Entre nosotros ya la curiosidad carece de solidaridad, es propio de las grandes ciudades. Una mirada basta. Uno observa un desfile de ojos, como pasando revista, y se yace como alma en pena huérfana de la piedad humana. Los vecinos son diferentes, tienen una reacción cristiana. Un vaso de agua, un poquito de alcohol y unas palabras que llegan al corazón. ¿Cómo se siente?

Los accidentes tienen una dinámica social, reglamentaria. De pronto, la ambulancia.

Entonces salí del auto, me prestaros solícitamente los primeros auxilios, me trataron con frases cordiales, me tomaron la presión. ¡Disparada! ¿Destino? Indiqué una clínica privada muy próxima al lugar del accidente. Esta ambulancia, me dicen, es del Seguro Social y solo transporta heridos al Seguro Social o al Santo Tomás. Pero usted está muy herido, me agregan. Déjeme consultar. La respuesta: Lo siento señor, órdenes son órdenes. En verdad no comprendí semejante sectarismo institucional. Un hombre herido, dice el Código Penal y también el código humano, debe ser auxiliado, so pena de sanción.

Me levanté de la camilla y salí de la ambulancia en el instante en que llegaban mi esposa y mis hijos. Vuelvo la mirada al vehículo: ¡Destrozado!

Mientras transitaba a la Clínica San Fernando todo el entorno me transmití un mensaje de vida, y de mis entrañas surgió el deseo de seguir conviviendo en él. El calor que siempre he detestado me abrasaba y sentía ternura y calor de vida en ese abrazo. A pesar del tremendo malestar que taladraba mi paz interior, nunca perdí la fe en que seguiría viviendo.

En la clínica, los médicos, tan cerca de mi afecto y de mi gratitud, los doctores Karica, Enrique Rodríguez, Brenda Saa, Mauro Zúñiga, Héctor Crooks se posaron clínicamente sobre mis lesiones y sobre las múltiples radiografías. Me entregaron un pronóstico optimista.

A partir de aquel jueves, cada mañana amanezco con un nuevo dolor. Nunca sentí el golpe que lo origina, pero igualmente cada amanecer lo recibo con una visión primaveral, radiante.

Al estar con los míos el amor encuentra su plenitud. El vivir, que es trance tan lleno de rutinas, adquiere un sentido espiritual supremo. Son los dulces impactos de la existencia. A cada instante, y a partir de los momentos del accidente, brota de mi remoto subconsciente la sonrisa de mis padres, a mis siete años, cuando abrí los ojos luego de haber permanecido cuatro horas inconsciente al caer de un árbol de tamarindo.

En esos momentos, al tomar conciencia de mis travesuras, viví el temor de un regaño, pero sus sonrisas las tengo como un bálsamo inolvidable. Estas sonrisas y las sonrisas de todas mis raíces y de todos los míos han pasado por mis recuerdos una revisión inexplicable de los años que he vivido. En verdad, volver a vivir –escapar de la muerte– marca pautas al carácter. Ahora entiendo la lectura de una obra de Vallejos Nájera, escritor y siquiatra español ya fallecido. Cuenta ese nobilísimo escritor que en una ocasión asistió a una recepción ofrecida por el embajador de Japón en Madrid. Le llamó la atención la manera de conducirse de ese embajador.

Era un hombre extrovertido, locuaz y de gestos dinámicos. Le parecía a Vallejos Nájera que ese japonés no representaba la idiosincrasia de su raza, la que tutela un hablar ceremonioso y gestos discretos. Llevado por la curiosidad se acercó al embajador y le transmitió la sorpresa que se había de él al observar sus maneras de actuar. El japones le dijo: Tiene usted razón. Y le explicó que él había vivido una experiencia que había cambiado la esencia de su carácter. Le hizo el relato de que durante la Segunda Guerra Mundial era un kamikaze, un piloto suicida. Un día ordenaron a varios suicidas tomar sus respectivos aviones para estrellarse sobre un barco enemigo.

Partió el primero y se perdió en la eternidad. Subió el segundo y le aconteció lo mismo. Al subir en su avión el futuro embajador, encendió los motores y cuando estaba a punto de despegar le ordenaron suspender la operación. ¡La guerra había terminado! A partir de aquel instante, dijo el embajador, vivo una vida que no es mía, porque al encender los motores del avión ya había, mentalmente, cumplido la misión suicida. En efecto, ya se había despedido del aire, del mar, del cielo, de la tierra, de la vida. Eso explica, dijo, por qué tengo un carácter tan apropiado para vivir realmente feliz una segunda vida que Dios me regaló.

El jueves pasado tuve un accidente de alto riesgo. No tendría que jurar para expresar que pensé que había llegado mi hora nona y que los momentos de sopor que viví después del impacto eran el preludio del final. Dios me bajó del avión y me dejó en tierra acompañado de la sonrisa del hogar que fundé con Sydia hace 55 años, de toda mi descendencia, y de los que me vienen exteriorizando un afecto tan solidario.

Publicado el 23 de marzo de 2002

Al estar con los míos el amor encuentra su plenitud. El vivir, que es trance tan lleno de rutinas, adquiere un sentido espiritual supremo. Son los dulces impactos de la existencia”.
El jueves pasado tuve un accidente de alto riesgo. No tendría que jurar para expresar que pensé que había llegado mi hora nona y que los momentos de sopor que viví después del impacto eran el preludio del final”.
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