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¿Por qué prácticamente ningún escritor nacional de cierta relevancia escribe artículos de opinión en los periódicos locales, y no necesariamente sobre temas propiamente literarios? En otros países no se da este fenómeno; por el contrario, los novelistas, poetas, y cuentistas acostumbran reflexionar cada tanto tiempo en los medios sobre los principales sucesos de la realidad nacional e internacional, o de manera específica, acerca de problemas culturales, filosóficos, sociales o políticos. Sería lógico.
En primer lugar, al hacerlo llegarían de forma puntual y expedita a un mayor número de lectores sobre una variedad de temas de interés. Además, en la mayor parte de estos países se paga por la publicación de sus textos en los medios escritos. Es decir, el trabajo intelectual es respetado y, por tanto, remunerado, aunque nada más sea simbólicamente. Y hay leyes de derecho de autor que así lo determinan.
Para ilustrarlo traigo a colación el caso de México, país en donde viví y trabajé 12 años (1971-1983), por lo que es el que mejor conozco. Ilustres autores como José Joaquín Fernández de Lizardi, Justo Sierra, Ignacio Manuel Altamirano, Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera, Mariano Azuela, Alfonso Reyes, Ramón López Velarde, José Vasconcelos, Renato Leduc, Rosario Castellanos, Jorge Ibarguengoitia, Ricardo Garibay, Edmundo Valadés, Elena Poniatowska, Vicente Leñero y Carlos Monsiváis, en los siglos XIX y XX, acostumbraban publicar artículos de opinión en periódicos y revistas de la localidad. También lo hicieron, en menor medida, escritores de más renombre, como Octavio Paz (Premio Nobel de Literatura 1990), Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco, entre muchos otros.
Cabe acotar que en México, como en algunos otros países del continente americano, los artículos de opinión, las entrevistas, la reseñas de libros, de películas y de representaciones teatrales, así como en torno a otros acontecimientos culturales de muy diversa índole (mesas redondas y conferencias especializadas; conciertos de todo tipo, ballet, danzas folklóricas, exposiciones pictóricas), son remuneradas a quienes ofrecen textos críticos acerca de la calidad o falta de ella de tales acontecimientos culturales a los mejores periódicos locales, sobre todo a los que aún conservan suplementos culturales dominicales o sabatinos. Traigo esto a colación porque durante mis primeros cinco años de estancia en México, una vez terminada la beca que me llevó inicialmente a dicho país como cuentista centroamericano, me tocó vivir del periodismo cultural.
Lamentablemente, en Panamá esa no es en absoluto la costumbre; nunca lo ha sido, salvo casos muy excepcionales, a menos que se labore en el periódico como empleado de planta. Sin embargo, recordemos que en el siglo xx tanto los diarios La Prensa, el Panamá América y La Estrella de Panamá, como el efímero periódico El Universal, tenían su propio suplemento cultural cada uno, los cuales se esmeraban en competir entre ellos en calidad.
En Panamá colaboraban en dichos medios ocasionalmente Guillermo Andreve y Ricardo Miró desde finales del siglo XIX, y posteriormente prestigiosas plumas como la de Gaspar Octavio Hernández, Mario Augusto Rodríguez y Joaquín Beleño, así como Nacho Valdés, Carlos Francisco Changmarín, Moisés Castillo, José Franco, Herasto Reyes y Guillermo Sánchez Borbón, periodistas empíricos todos; y también, ocasionalmente, Roque Javier Laurenza, Eduardo Ritter Aislán, Ricardo J. Bermúdez, Rogelio Sinán, César Young Núñez y Ernesto Endara, entre otros. Pero eran otros tiempos.
Hoy la pluma de nuestros más calificados escritores en los medios nacionales casi literalmente “brilla por su ausencia”. Lamentable por el solo hecho de que los mejores suelen tener una sensibilidad muy particular y fino poder de observación y análisis. Sus reflexiones en torno al acontecer nacional, los problemas sociales o cualquier otro tema de interés, serían sin duda bien acogidas, y acaso darían lugar a sabrosas polémicas intelectuales o simplemente humanas. De esas interesantísimas discusiones de altura de otras épocas, las cuales hacen falta más que nunca en un momento de creciente crispación social en que la politiquería y la nota roja amenazan con tomarse en buena medida los medios,
Escribir es un oficio maravilloso. Implica un talento innato y, sobre la marcha, mucha preparación, disciplina y oficio cotidiano perseverantes. Pero, además de novelas y cuentos y poemas, incluso de ensayos de densa lucidez, los escritores tenemos una responsabilidad social ineludible: la de convertirnos en antenas del acontecer político, social e individual; auscultadores de la experiencia humana con sus complejos vericuetos. Expresar calificadas opiniones fuera de los libros, es una manera de expandir la comunicación y de ser congruentes con la seriedad inherente a su quehacer literario y, por supuesto, humano.
El país, y los medios mismos, ganarían con una presencia más visible de algunos de nuestros más talentosos autores en espacios destinados no sólo a comentar noticias, sino, también, a expresar otras aristas igualmente relevantes del complejo entramado de fenómenos que solemos llamar Realidad. Una realidad a veces ubicua, pero siempre insoslayable, que una y otra vez nos rebasa; multiforme que, quiérase o no, nutre tarde o temprano poemas, cuentos y novelas desde la perspectiva de quienes nos negamos a nada más ver siempre los toros desde la barrera.