La personalidad y el carácter de cualquier profesional es consecuencia y cuestión de los tiempos y las circunstancias que le ha tocado vivir como tal, ligadas también a las experiencias vividas por su familia, sus contemporáneos y amigos, porque la “profesión” es esencialmente una actividad familiar, social y cooperativa, no meramente individual o solitaria como pareciera a primera vista.

Por eso, lo que hace un profesional en sus quehaceres diarios, para bien o para mal, tiene consecuencias para todos estos estamentos, al generar bienes externos como dinero, poder y prestigio, que afectan no solo su propio bienestar, sino además el de muchos otros en su familia y círculo social, especialmente en el caso de un profesional virtuoso, al ponerlos al servicio de estos diversos grupos sociales.

Esta responsabilidad profesional comunitaria, bien vista como una virtud cívica, es parte de ese idealismo fundado en la experiencia personal de un médico, un ingeniero, un abogado o cualquiera de las muchas otras profesiones que engalanan nuestra sociedad, cuando la ejercen allí, entre la gente de su comunidad.

Al hacerlo, se crean las líneas maestras de nuestra conducta humana comunitaria, siempre a través de nuestra inteligencia personal, formando a la vez nuestra propia conciencia moral, tema mejor tratado en un curso de antropología ética.

Lo importante aquí es que, aparte de los mencionados bienes externos generados profesionalmente, existe un “bien interno” profesional que le da su sentido particular a cada profesión y con él, su dignidad y buena reputación.

Este bien interno constituye nuestra vocación profesional y nos ayuda a fijar las metas a seguir para su perfeccionamiento, contra toda bazofia humana actuante en detrimento a ese ideal de excelencia ética profesado por todo buen profesional.

Cabe recordar que los ideales son formaciones y principios naturales, producto de la más alta función de pensar, anticipándose a nuestra libertad limitada para escoger nuestra profesión, a sabiendas que, en el mejor de los casos, nuestras cualidades para ejercerla adecuadamente provienen de nuestra vocación innata, junto con nuestro autoconocimiento y las circunstancias personales y familiares mencionadas arriba.

Puesto que no siempre podemos decidir libremente sobre la selección y disfrute de nuestra profesión entonces debemos aprender a escogerla correctamente con inteligencia, como parte de nuestra educación a ser libres.

Por eso, nuestra libertad implica conocer y seguir los criterios de nuestra profesión, respetando nuestra naturaleza humana y el orden natural que nos rodea y que nos ha tocado vivir.

Entonces, ¿qué implica ser un buen profesional? Ya hemos señalado la necesidad de tener una vocación innata, convencidos de su llamado verdadero porque así utilizaremos nuestra profesión para el bien común, generando confianza entre los que acuden a nosotros profesionalmente.

Por lo cual, todo profesional debe tener y ajustarse a una conciencia ética y moral de carácter absoluto, no regida por un relativismo filosófico prevalente en posiciones como el hedonismo, el utilitarismo, o consecuencialismo que descartan la validez de una ética profesional corporativa o institucional absoluta.

Sumado a esta conciencia moral, el buen profesional debe aspirar siempre a su excelencia personal como su mayor responsabilidad social, porque la ética profesional, como bien público, no es un ideal perfecto, tendiendo naturalmente a perfeccionarse en el tiempo, ya que todo idealismo es una fe en la posibilidad misma de la perfección, actuando justamente como hontanares de fortaleza, templanza y dominio propio.

Es así como toda vocación es una fuerza interior y la excelencia profesional una forma de cumplir con las múltiples tareas que la vida nos ha asignado por designo del destino.

El autor es articulista y exfuncionario diplomático
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