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Al terminar la misa en la que se celebraba la vida de María Elena Paredes de González Revilla, se me acercó una amiga -omito su nombre porque no le he pedido autorización para divulgarlo- y me dijo, con una rara mezcla de dolor y alegría: “¡Increíble cómo tantas personas pueden decir tantas cosas lindas y distintas de una misma persona!”.
Me llamó la atención el comentario porque estamos más bien acostumbrados a ditirambos y exaltaciones cuando se trata de figuras reconocidas del mundo artístico, cultural, político o deportivo. Al margen de si son merecidos o no, lo cierto es que tales elogios parecieran ser propios de las figuras públicas, o de eso que Mario Vargas Llosa ha denominado la civilización del espectáculo.
Pues, bien, María Elena era la antítesis de ese mundo, refractaria por completo a la figuración, y –tremenda paradoja— cuasienemiga de los medios de comunicación (al extremo de nunca haber poseído un teléfono celular). Entendía –así interpreto yo su alejamiento radical e inconmovible de los reflectores de la publicidad— que la verdadera filantropía se practica en la anonimia y en silencio y no en la palestra pública a la espera de reconocimientos.
Cuando se escuchan las voces agradecidas de tantas y tantas personas que alguna vez recibieron una voz de aliento, un abrazo fraterno o un alivio a sus necesidades queda la impresión de que no se trataba de una persona generosa, sino de la generosidad hecha persona. Prodigó cuanto pudo y si para algo le faltó vida fue para prodigar más amor: ese amor que no espera nada a cambio, que lo sienten sus familiares, pero también los que no lo son, porque es un amor que no conoce de límites, tan infinito que ni siquiera la muerte logra extinguir.
Personas así (que no son muchas) que solo viven para dar están siempre preparadas para morir. Como no ambicionó recibir honores ni acumular riquezas su vida fue en todo momento plena. Dar con semejante largueza, lejos de cansarla, solo estimulaba ese afán de servir y ayudar a otros que solo va a detener –y de eso tengo dudas- el largo reposo de la muerte.
Me atrevo a pensar, incluso, que su muerte tan inesperada y repentina fue también una última expresión de su generosidad: una invitación a reflexionar sobre lo efímero de la vida, sobre la necesidad de estar preparados para un final que inexorablemente va a llegar sin nunca saber cuándo.
Mientras pergeño estas líneas, impactado todavía por su muerte, pero también por las conmovedoras expresiones de gratitud y de afecto, “por tantas cosas lindas y distintas dichas por tantas personas”, me asalta la duda si debo seguir o si estoy de alguna manera contraviniendo lo que hubiera sido su voluntad: nada de lágrimas, nada de elogios. Pero no puedo dejar de hacerlo, y si falto por esta única vez a la amistad, ella, siempre generosa, desde el más allá donde se encuentra sabrá perdonarme.