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- 30/07/2020 00:00
Panamá y el Parlacen
En agosto de 2009 afirmaba que el Parlacen nació como una hermosa ilusión. Ilusión primero de los dirigentes de la Comunidad Europea que creyeron que trasplantando a nuestro istmo una copia del Parlamento Europeo, crearían las bases para un buen Gobierno en nuestra región, después de las luchas intestinas en las que se abismó parte de Centroamérica. Craso error. Se les olvidó que Centroamérica no tiene casi nada en común con Europa occidental por la mentalidad de sus pueblos. La evolución distinta de ambos parlamentos y de ambas regiones ha terminado por desmentir rotundamente el proyecto ultramarino ligado, por supuesto, a una generosa cooperación. Error también al obviar su propia historia, puesto que la Comunidad Europea, antes de crear su Parlamento regional, laboró arduamente durante muchos años para lograr la integración económica, elemento crucial y preliminar para avanzar con paso firme en la integración política.
Ilusión nuestra, de los centroamericanos a los que nos añadimos después los panameños, que creímos que cumpliendo con la desiderata de los europeos llovería la abundancia sobre nuestros pueblos paupérrimos, y de los políticos locales, quienes se regodeaban con el esperado maná de francos, libras, marcos, liras y pesetas convertidos después en euros. Esa ilusión se convirtió en pesadilla para nosotros cuando nos percatamos de que el costo-beneficio nos era ampliamente adverso.
Pero hagamos primero algo de historia, para comprender plenamente el presente y formarnos una mejor visión del porvenir. La historia oficial dice que, en la Declaración de Esquipulas I de 1986, los presidentes centroamericanos convinieron en crear el Parlamento Centroamericano, cuya primera Asamblea Plenaria se reunió en Guatemala en 1991. Panamá, al principio prudente y extraña por la historia de Centroamérica (conformada por Estados que ocupan el territorio de las antiguas Provincias Unidas de Centroamérica), aunque parte de la América Central (una de las tres grandes regiones geográficas del continente americano), se adhirió al Tratado Constitutivo del Parlacen en 1993, en las postrimerías del Gobierno de Guillermo Endara Galimany, con el solo propósito de lograr mejor aceptación internacional a nuevos gobernantes considerados parias de la comunidad latinoamericana.
En octubre de 1994, justo cuando se instalaba el primer grupo de panameños escogidos para el Parlacen, hubo en Panamá dos corrientes: la Cancillería que se oponía, dirigida por Gabriel Lewis Galindo, y la Asamblea Legislativa, que presidió Gerardo González Vernaza, que apoyaba decididamente la participación de Panamá en el Parlacen. El argumento de Lewis Galindo y de mi persona como vicecanciller era que dicho organismo no servía en nada los intereses de Panamá, no tenía ninguna real función legislativa, era un foro costoso de discusión bizantina y sobre todo refugio, por la inmunidad parlamentaria, de algunos dirigentes regionales acostumbrados a la impunidad. González Vernaza, cuya tesis finalmente prosperó, parecía tener aspiraciones de liderazgo también en Centroamérica.
Sosteníamos en la Cancillería en aquella ocasión que, en caso extremo, sería más útil para el país salirnos del Parlacen y emplear en el Gobierno con el mismo sueldo a los 20 parlamentarios panameños ya escogidos. Así algo aportarían los que tenían experiencia administrativa, política y profesional en diversos ramos del conocimiento, nos ahorrábamos el costo de la administración de su participación en el Parlacen que casi duplicaba sus emolumentos y evitábamos la complicidad en facilitar la impunidad en una región asolada por el hambre, la violencia y la corrupción pública. Nuestra opinión no prevaleció (aunque evitamos cargar con ese presupuesto en la Cancillería) y el 1 de septiembre de 1999 se incorporaron al Parlacen los primeros 20 diputados panameños electos por los partidos políticos, lo que se repitió cinco años después, añadiéndose los expresidentes y exvicepresidentes, quienes se reúnen periódicamente en Guatemala para conversar, discutir, amenizar, discursear, aprobar resoluciones no vinculantes, pero no para legislar, razón de ser de todo parlamento de verdad.
Finalmente, y después de más de tres períodos presidenciales, parece que afortunadamente estamos en vías de ver materializarse un clamor que nació hace quince años para neutralizar el tratado que nos liga al Parlacen y hacer lo que los costarricenses, quienes parecen ser más listos en algunas opciones de política exterior, decidieron desde el principio. Estimo que, si creemos en las bondades de la integración centroamericana y queremos aportar a ese logro, debemos dedicar nuestros esfuerzos y nuestras energías a una integración económica más profunda, que en nuestro caso sería más bien por la complementaridad de nuestras economías (Centroamérica agroexportadora y Panamá de servicios), antes de lanzarnos en profundizar la integración política, objetivo de más largo alcance, propósito fundamental para alcanzar la unidad latinoamericana, el verdadero y todavía vigente sueño de Bolívar.
En 2009 hubo un movimiento para salirnos del Parlacen, considerado por un expresidente panameño como una “cueva de ladrones”. Algunos interesados sostuvieron en ese momento el disparate de que Panamá no podía retirarse voluntariamente del Tratado de 1993. Ahora, al contrario de lo que queríamos augurar hace diez años, en julio de 2020 nos encontramos en el mismo punto de partida y, en el séptimo período presidencial en democracia imperfecta, seguimos atados a una Centroamérica institucionalizada con su SICA y Parlacen inoperantes y que nos cuestan mucho más de lo que aportan. En Panamá, podemos aplicar todavía hoy la célebre paradoja del príncipe de Lampedusa: “cambiar todo para que nada cambie”.