El ennoblecimiento del carácter humano a través de la belleza y la ética es parte esencial de nuestra naturaleza humana, además de constituir los principios formadores de nuestra libertad y moralidad, tanto individual como comunitaria. Estos dos conceptos consubstanciales, anclados en el sublime ideal de la belleza, son a la vez portadores de los pensamientos, ideas y verdades de la civilización europea de la cual formamos parte.
Este ideal de la belleza toma fuerza en nuestra estética contemporánea, la cual asienta sus raíces en los terrenos de la filosofía, la sociedad y la cultura europea, en cuanto cualidad del carácter humano occidental.
En contraste, la moralidad oriental enfatiza valores derivados del confucianismo, el budismo y el taoísmo, tales como la benevolencia, lealtad, sabiduría, armonía, simplicidad, autocontrol, reciprocidad y el respeto por la jerarquía y la tradición, tan afianzados en el concepto de la familia.
Así vemos también que el concepto de libertad en Oriente tiene matices religiosos, filosóficos y culturales que influyen en su interpretación y práctica, al destacar la importancia de la comunidad y la armonía social sin centrarse en la autonomía y derechos individuales como en Occidente.
El insigne filósofo español Ortega y Gasset concibe la libertad no como una condición preexistente, sino como una actividad que implica la responsabilidad social de tomar decisiones personalmente, siendo esta una lucha tensa, propia y permanente con las circunstancias que nos rodean. De allí su famosa frase: “Yo soy yo y mi circunstancia” (ver Meditaciones del Quijote de 1914).
Esta responsabilidad personal implica la posibilidad de superar nuestra propia identidad sin estar atado a un ser determinado sin posibilidad de cambio, siendo así una lucha de superación de sí mismo al ser un drama diario en nuestras vidas.
La libertad como actividad humana es, sin duda alguna, una firme creencia existencial en su rango funcional, o sea, en el papel que juega en todos nuestros actos. Pero no debemos olvidar que nuestras creencias son relativas al punto de vista particular que las constituyen como fenómeno vital, siendo parte importante de nuestra ocupación intelectual cuando nos ponemos a pensar sobre algo.
La libertad como creencia siempre está con nosotros, es parte de nuestra existencia humana sin siquiera pensar en ella en forma consciente, solo que contamos con ella en nuestro comportamiento diario porque constituye la base inconsciente de nuestra vida.
Asimismo, nuestra ética, tan pegada a nuestro yo y a nuestros preceptos morales, esos mandamientos generalmente aceptados por nuestra cultura y sociedad, los que nos permite juzgar lo bueno y lo malo de nuestra conducta.
Por eso, los valores y normas éticas de cualquier comunidad suelen corresponder tanto al espacio de su contexto social y cultural como al tiempo en que estos se den porque evolucionan con las circunstancias existentes en ese espacio y periodo determinado.
Siendo así, nuestra superación personal conlleva sus propias circunstancias porque las amoldamos a las ideas que tenemos sobre esto o lo otro, con sus diferentes grados de verdad y sus variadas interpretaciones, sin olvidar la diferencia importante que existe entre esos pensamientos o ideas y nuestras creencias existenciales.
En consecuencia, nuestras creencias constituyen la base ideológica de nuestras vidas, siendo la realidad en que vivimos. Lo cierto es que estamos inseparablemente unidos con nuestras creencias, en especial la de nuestra libertad, que está dirigida por una fuerza interior inaprensible e incontrolable.
Esta libertad interior que no se pierde ni en la más severa tiranía, la expresa magníficamente Don Quijote al salir del palacio de los duques (capítulo LVIII) como “uno de los más preciosos dones que a los hombres libres dieron los cielos”.
Seamos consciente de esta responsabilidad ética que nos da la libertad.