• 29/01/2025 00:00

Las elecciones ecuatorianas en su contexto

Según Acemoglu, Johnson y Robinson, los recientes ganadores del Nobel de Economía, América Latina forma parte de las excolonias donde se privilegiaron las instituciones de corte extractivo, se dependió más de los recursos naturales y de mano de obra barata, y se fortaleció una élite que tuvo interés en bloquear los desarrollos industriales y tecnológicos que pudieran representarle competencia. La idea de lo público como fundamento para funcionar como sociedad fue débil entonces desde un principio, y en su lugar los problemas fueron atendidos con esa estructura vertical que ponía a las élites como repartidores de las rentas, prestigio y/o poder de los jóvenes Estados. El brillante estudio en el que se desarrollaron esas ideas lo publicaron en 2001 en la prestigiosa revista American economic review bajo el título “The colonial origins of comparative development: An empirical investigation”.

Una reacción a todo esto fueron los proyectos nacional-populares, que en casi todos los países de la región significaron una ampliación de la ciudadanía en términos efectivos, al incluir formal y materialmente a sectores que habían sido excluidos por esas élites: los descamisados, la chusma. Algunos de esos proyectos fueron militares y otros tuvieron liderazgos que luego la ciencia política llamaría populistas, pero, en general, recibieron amplio apoyo popular y crearon nuevas divisiones en el sistema político que aún persisten en algunos países como Argentina (el justicialismo) y Panamá (el PRD).

Sin embargo, aspectos como el desgaste político que representó que estos gobiernos y liderazgos cayeran en las mismas prácticas de las élites originales, la respuesta política y militar de los sectores más reaccionarios, y la incapacidad de sobrevivir políticamente la muerte de sus líderes más carismáticos, entre otras razones, supusieron el declive de estas experiencias. Un lunar en particular fue que sus proyectos tampoco se entendieron como públicos, de todos, sino de los que estaban cerca del proyecto, debido a la lógica de polarización que los discursos de sus líderes usaron.

A la mayoría de estas experiencias les siguieron dictaduras militares y gobiernos reaccionarios que en medio del apogeo de la guerra fría aprovecharon para reprimir y ejercer violencia sobre los opositores, con el argumento del fantasma del comunismo. Fueron particularmente crudas las dictaduras del Cono Sur, pero en casi todos los países tenemos historias de desapariciones y torturas en este período de la década de los setenta del siglo pasado.

No obstante, en las últimas décadas se transitó a la democracia en la mayoría de los países. La guerra fría pareció terminar con la caída del bloque soviético, y las políticas de ajuste económico dictadas desde Washington se aplicaron con distintos matices en la región. Este contexto dio lugar a democracias con elecciones libres y periódicas en las que se desarrolló el Estado de derecho, pero que seguían montadas en las asimetrías y desigualdades heredadas de las instituciones coloniales originales. Poco tiempo pasó para que los sistemas de partidos tradicionales cayeran en desgracia ante el rechazo popular.

A inicios del nuevo siglo volvieron a aparecer experiencias políticas que enarbolaron la inclusión en su discurso, muy distintas entre ellas, pero agrupadas en lo que se llamó la marea rosa o la nueva izquierda latinoamericana. Montadas en el boom de las materias primas, aumentaron el gasto público, acentuaron la tendencia de reducción de la desigualdad y la pobreza, y en su mayoría alcanzaron a extenderse con formas democráticas o no por más de un solo período de gobierno.

Eventualmente, esta marea rosa también cayó en la espiral de denuncias que supuso el caso Odebrecht, en el ciclo económico de caída de los precios internacionales del petróleo y las materias primas, y en el simple rechazo ciudadano al incumplimiento de la promesa de ser un tipo de gobierno distinto, que construyera lo que sigue sin existir, un sentido de lo público sólido, no politizado.

Con pocas excepciones, los gobiernos posteriores a esa ola de izquierda han tenido los mismos problemas fundacionales y estructurales, se han erigido con base en la polarización, entre ellos y la experiencia anterior, pero ausentes de proyectos propios, y han sucumbido a la creciente desconexión ciudadana con la democracia como forma de gobierno deseable. Es en este punto donde una elección presidencial como la ecuatoriana tiene lugar la próxima semana. Ecuador ha tenido los mismos problemas poscoloniales descritos por los ganadores del Nobel; tuvo su proyecto nacional-popular en cabeza de José María Velasco Ibarra; su posterior dictadura militar de corte más “blando” que las del Cono Sur; su transición a la democracia y la crisis de los partidos políticos tradicionales; su experiencia de marea rosa con visos autoritarios en Rafael Correa, y su vacío político posterior con las presidencias de Lenin Moreno, Guillermo Lasso, y ahora Daniel Noboa.

Este último se presenta de nuevo como candidato, siendo parte de una nueva élite económica comercial y habiendo tenido una mala gestión en términos de respeto por el Estado de derecho, atención a la cuestión energética, y sus propias denuncias por corrupción. Del otro lado está Luisa González que supone la carta del expresidente Rafael Correa para recuperar el control estatal y revertir los procesos legales en contra de él y de su círculo más cercano, denunciados por apropiarse de los recursos estatales para su enriquecimiento y proyecto político. Ambas opciones no representan propuestas de gobierno que aborden problemas que son históricos, complejos y que requieren no solo acuerdos y diálogos reales entre todos los sectores de la sociedad, sino procesos pacientes, graduales y sostenidos que sobrevivan ciclos políticos y económicos. La rueda sigue girando con sus imperfecciones, saltando de vez en cuando por las piedras del camino, y trayendo ciclos de nuevos protagonistas de la misma tragedia histórica.

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