• 21/10/2022 00:00

Ceremonia sagrada

“La formalidad de esta ceremonia imponía al acto su toque de trascendencia, y no nos cabía en la cabeza la sola idea de faltar”

En el Chitré aquel, cuando tuve el privilegio de crecer allí, era una sociedad cuyos consistentes valores todavía existen y prosperan. Afortunadamente. Entre estos principios superiores, se enfatizaba la importancia de educarnos, en todos los períodos de la vida, y su persistencia era incuestionable. De pequeños, se nos aleccionaba sobre la ineludible continuidad de los estudios, como parte consustancial de la vida, y se abundaba en la pregunta de: ¿Qué quieres ser tú cuando seas grande? Refranes como: “La educación comienza en la cuna y termina en la tumba”, “La única y verdadera riqueza es una buena educación, porque va contigo a todas partes y nadie te la puede quitar”, etc., eran nuestro pan de cada día y la herencia espiritual colectiva.

Uno de los reforzamientos actitudinales para ese permanente convencimiento, individual y colectivo, sobre la continuidad de la vida y; a la vez, la continuidad intrínseca de los estudios -de lo cual no cabía la menor duda- ocurría al inicio de cada semana escolar.

Todos los lunes, se repetía esa rutina memorable, como una mezcla de apresuramiento y excitación. Apenas nos habíamos despojado del letargo y amodorramiento del fin de semana, con los ríos limpios de antes, sus playas, abundantes árboles frutales, paseos en bicicleta, el cine, pequeñas fiestas familiares y, ya, de nuevo teníamos que enfrentarnos, a regañadientes, a las sesiones escolares. La noche del domingo era dedicada a arreglarlo todo, y al día siguiente, lo más difícil era levantarse temprano para estar presentes en la izada de la bandera, en el saludo y en el canto del himno nacional.

La formalidad de esta ceremonia imponía al acto su toque de trascendencia, y no nos cabía en la cabeza la sola idea de faltar. Tenía que haber un impedimento muy grande, una enfermedad grave, una tragedia familiar o un accidente catastrófico; porque, muy pocos incidentes, se consideraban tan importantes como para justificar una ausencia en el momento más significativo de la semana.

El uniforme debería estar impecable, pues la mayor humillación hubiese sido que le devolvieran a uno a la casa, por no estar a la altura: limpios, bien planchaditos, los zapatos brillantes y lustrosos, todo en su sitio, todo correcto.

El ritual semanal iniciaba con las palabras del director, resumían los hechos relevantes de la semana anterior: lo bueno, lo malo y lo feo, dicho de manera elegante, con un vocabulario muy cuidado, una dicción magistral y la sintaxis perfecta de un muy entrenado profesor de Español. A continuación, se daba el adelanto de lo por venir, las actividades pendientes de tipo académico, la proximidad de exámenes bimestrales, actividades curriculares y extracurriculares, efemérides, etc.

Después, comenzaba -para mí- la parte más sustanciosa de la ceremonia: la lectura de la correspondencia. Era como un viaje imaginario. Escuchábamos desgranarse en nuestros oídos, a través de la voz pausada del director, como palabras casi sagradas, como perlas balsámicas, los agradecimientos de múltiples rectores de universidades extranjeras, en donde se felicitaba al colegio por la excelente formación de sus egresados o las epístolas de agradecimientos de los egresados, quienes se encontraban estudiando en el extranjero, por una excelente preparación adquirida en el colegio, que permitía superar etapas de alta exigencia que, en su nueva fase educativa, se les demandaba.

Posteriormente a ese trance, del ensueño, regresábamos a nuestros salones habituales, a la labor diaria de construir el conocimiento con la guía acuciosa de nuestros profesores. Se entendía perfectamente para qué estábamos allí, cuál era el sentido de toda rutina, procedimientos, trajines y convivencia: construir nuestro futuro, fortalecer el de nuestras familias y perfeccionar, dentro de lo posible, la sociedad en la que habíamos nacido, se nos había criado y que nos permitía compartir, allí, ese momento tan revelador.

En mi memoria personal, todos los lunes que viví durante esos ocho años escolares, siete meses cada uno, en los que estudié en el Colegio José Daniel Crespo, quedarían reconvertidos en un solo instante grandioso, luminoso y brillante, que se ha instaurado como la brújula de mi vida hasta hoy, y que me seguirá guiando por siempre. Chitré fue, después de mi antigua familia chitreana, el mejor regalo que me entregó la vida. Gracias a todos.

Catedrática, investigadora y actriz.
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