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- 13/06/2020 00:00
El agitador
He leído con supremo interés la obra publicada por Rafael Pérez Jaramillo, sobre algunos pasajes de la azarosa vida de Miguel Antonio Bernal Villalaz. Si no conociera cabalmente la trayectoria personal, profesional y política de Miguel Antonio, me hubiese parecido una muestra de impertinente bondad haberla titulado El agitador de conciencias. Sin embargo, coincido con muchos que entienden que ese mote encierra la mejor expresión con que se puede definir la larga carrera de resistencia, emprendida hace más de cincuenta años por Miguel Antonio, por los siempre agrestes escenarios de la vida nacional.
La obra que ahora nos presenta Pérez Jaramillo, está escrita en un lenguaje accesible y sencillo, coloquial, diría, en el idioma empleado por el hombre de a pie, cuya existencia transcurre cargada de anécdotas, aguaceros, nostalgias, alegrías y recuerdos. ¡Y qué bien que así lo hizo para referirse a un profesional de humilde cuna y mente brillante!, que soñó un buen día, bajo el sol santeño, cobijado en la fronda del legendario Tamarindo, que desde hace más de siglo y medio vigila, cual robusto centinela, el patio de la casa solariega de La Villa, que siempre es posible luchar por una sociedad más justa y solidaria. Las 456 páginas del texto al que hago referencia describen, con soltura y precisión, el legado de ideas y acciones que llevan la firma imborrable de Miguel Antonio. Ideas y acciones que, en él, forman un cuerpo único, coherente e indisoluble, pocas veces tan bien conjugado, que lo convierten en un hombre de letras y, al mismo tiempo, en un luchador de barricadas y un activista infatigable.
En Miguel Antonio, la probidad es su virtud. Probidad a prueba de todo, investigada a fondo por sus detractores, particularmente, en la época oscura de la dictadura militar y virtud que ha sido el escudo infranqueable con que se han topado sus adversarios. Enemigos de ayer y de hoy, que pueden, con todo derecho, censurar su forma de decir las verdades, su vehemencia en aclarar lo oscuro, su disciplina para desechar la mentira, su constancia en criticar lo inoportuno y lo dañino, pero que no han podido tildarlo jamás como deshonesto o corrupto, porque a los hombres de hábitos transparente poco daño les hacen los ataques tibios de los que llevan en su conciencia el peso de algún desvarío.
La palabra, siempre al lado de la conducta. Si existe algo que al Hombre lo engrandece, es aparejar lo que dice con lo que hace y hacer lo que sueña, aunque jamás lo logre. Esos, luchadores sin treguas ni reposos, son los que ponen la proa visionaria en la dirección de una estrella y, rebeldes a toda mediocridad, llevan siempre prendida en su alma el misterioso resorte de un Ideal. Sí, son los Hombres de los que nos habla José Ingenieros en su obra cumbre e inmortal.
No he pensado siquiera que es el único, pero me incomoda asegurar que es uno de los pocos. ¡Qué lástima que así sea!, porque cuando las sociedades nuestras se debaten entre las estructuras del silencio, creadas por los poderes económicos, especialistas en justificar el saqueo de los dineros públicos, se hacen imprescindibles las voces que discrepen, que acusen, que disientan y que dicten desde las cátedras o desde las tribunas, las lecciones más pulcras de moral política para que no se extravíe el buque del Estado, por oír el eco mentiroso de los cánticos de las sirenas. Me desagrada, porque el país requiere no de un Miguel Antonio ni de diez ni de cien, sino de muchos Miguel Antonio, que permanentemente ausculten el cuerpo social de la Nación y, pendientes de algún síntoma que lesione los intereses de los más, intervengan para sugerir correctivos y recetar los remedios.
La lucha por la constituyente es una clara muestra de lo que me he atrevido a afirmar. No se trata de descubrir quién fue el primero en plantear la necesidad de convocar una Asamblea Constituyente para dotar al Estado de un nuevo sostén jurídico, que sustituya las obsoletas instituciones sobre las que se estructura el Poder y le dé a la sociedad reglas de juego realmente democrática, justas y equitativas, en el marco de un irrestricto respeto a la voluntad de las mayorías, al Derecho y a la Libertad. Lo que sí sé es que Miguel Antonio ha enarbolado esa bandera con fuerza y, más que eso, la ha mantenido con tesón ondeando desde hace muchos años. Al punto que otros actores de la vida nacional, convencidos por su voz, han comenzado, quizás tímidamente, a evaluar la necesidad de un gran debate nacional que desemboque en un nuevo orden constitucional.
Exiliado varias veces, preso muchas, golpeado otras, insultado bastante, amenazado siempre, sigue Miguel Antonio haciendo historia, agitando con bríos la conciencia languidecida del pueblo, desde los pulpitos donde pueda dejar caer sus palabras que mueven, que despiertan, que sacuden y desde las calles, convocando a la protesta, a la movilización, a las manifestaciones. Ya leí hace años que la historia nada hace, sino es el hombre, real y vivo, quien lo hace todo, quien posee y lucha. Miguel Antonio ha cumplido en hacer su parte y lo sigue haciendo con el mismo ímpetu con que llegó hace décadas a la Universidad, cargando en su mente las lecciones aprendidas en las aulas europeas y desgranando en su corazón las ilusiones de una juventud combativa e insobornable.
Una tarde de septiembre, visitó mi casa para obsequiarme el libro y quiso escribir una dedicatoria: “… un testimonio compartido de nuestras luchas por Panamá…”, apuntó. Le doy públicamente las gracias por haberme distinguido con tan inmerecidas palabras. Sin duda alguna, seguirá Miguel Antonio, diligente, íntegro, digno, consciente de ser la voz de los que nadie escucha, presto a la lucha por lograr sus sueños y los de muchos que, en la fugacidad de nuestras vidas, pusimos la proa por alcanzar una estrella.
Felicito a Rafael Pérez Jaramillo por el esforzado trabajo de resumir en tan pocas páginas, parte de la vida de uno de los grandes referentes del Panamá de hoy. Debió ser harto difícil capturar todas esas vivencias y encerrarlas en un papel, pero más difícil debe ser para el papel mantener encerrada la vida de alguien que no ha dejado un instante de luchar por la justicia, la democracia y la libertad.