Integrantes de la caravana migrante en el estado de Chiapas, en el sur de México, denunciaron este jueves 21 de noviembre que las autoridades les bloquearon...
Un mérito de los años 70 fue que no pocos clichés con que creíamos entender al mundo y a nuestros países pasaron a cuestionarse. Tras la revolución político-cultural que en 1968 estremeció a Europa y algunos países americanos, varios pilares ideológicos que oficiaban como lugares comunes quedaron en entredicho. Entre ello el liberalismo, la democracia oligárquica, las disyuntivas entre reforma o revolución social y los modelos establecidos de socialismo, arrollados por la emersión de unas criaturas políticas y conceptuales tan vigorosas como los movimientos afroasiáticos y latinoamericanos de liberación nacional, la guerra de Argelia, la revolución cubana, la lucha del pueblo estadunidense por los derechos civiles y contra la guerra en Vietnam, entre otros.
Eso incluyó revisar nociones que parecían simples pero eran base de decisiones trascendentes. Por ejemplo, en Panamá –país que padeció tanta demora y volteretas para darse una identidad y buscarle opciones–, cosas tan elementales como comprender su ubicación en el planeta y sus consecuencias. Recuerdo cuando a mediados de los 70 interrumpí una sabia charla de Raúl Leis para señalar que es un erróneo cliché repetir que Suramérica está al Sur del país y Centroamérica al Norte. Suramérica está al Oeste –incluso parte de Colombia y gran parte de Venezuela ocupan latitudes que están más al Norte que la de Panamá–. Y que Vasco Núñez de Balboa no cometió una bobería al nombrar Mar del Sur al océano que encontró al cruzar el istmo, pues con brújula en mano sabía que en esa dirección había caminado desde el Caribe, situado al Norte. Solo después los peninsulares “descubrirían” que el Pacífico está al Oeste de las Américas, aunque en el istmo que las conecta esto no era evidente. Con tales boberías hay que ser riguroso, porque precisarlo cuestiona otros dos lugares comunes que entonces se daban por establecidos: uno, que es falso que un istmo conecte dos océanos pues, al contrario, los separa. Lo que conecta mares son los canales, ya sean naturales o artificiales. Por eso quien controla un canal domina el paso entre dos mares. En consecuencia, aquí para controlar ese paso a los gringos les bastaba dominar la franja de tránsito, y les era indiferente que el resto del país siguiera en la miseria, con tal de que no molestase su poder sobre esa área.
La otra muletilla que esta simple observación cuestiona es una que aún revolotea por ahí. La de si Panamá es un país centroamericano. Desde luego, la geografía del istmo por su extremo Oeste empalma con Centroamérica, aunque la mayor parte de la historia colonial y colombiana del territorio lo asoció a Suramérica, y las odiseas del tránsito peruano, del ferrocarril y del canal le agregaron vinculaciones con el Caribe. Pero, en lo personal, yo nací en Puerto Armuelles, junto a la frontera con Costa Rica, país hacia donde no existía carretera.
En los años 30 lo único que nos relacionaba con Centroamérica es que aquí y acullá dominaba la United Fruit Company –la Compañía– y que de aquel lado venían peones para tumbar bosque y cargar banano. Es decir: la comunicación e intercambio con el resto de Panamá era mala, con Centroamérica era nula, pero con los grandes puertos de ambas costas de Estados Unidos era copiosa y casi diaria. Y en la población local eran más numerosos los trabajadores venidos del Caribe y los descendientes de ngöbe –ya expulsados de sus fértiles tierras originarias–, pero eran pocos los técnicos centroamericanos, traídos por la compañía. Y reinaba una tosca y rubia élite norteamericana. Así que hallar la ubicación y pertenencia de tu país en el mundo es cosa importante, hasta para la salud mental de cada quien.
Corrían los años de la Segunda Guerra Mundial y la obsesión de los gringos era la ofensiva japonesa. En el barrio alto del pueblo –“la Zona”– hasta practicábamos black outs y nos enseñaban cómo sobrevivir a los bombarderos nipones. En la escuela las teachers eran gringas y la mayoría de los chicos también. En los recreos se jugaba a la guerra aérea, rugíamos como aviones y nos ametrallábamos, pero a los pocos panameños nos tocaba ser los japoneses y rodar abatidos por el suelo (así aprendimos a situarnos del lado opuesto al de las mises, los compañeritos gringos y de sus mamases y papases). Según en qué parte del mundo aprendas a ubicarte, y con qué parte del globo los demás han aprendido a situarte, irás construyendo –aunque no lo sepas– tu propia identidad. Asumir la panameña no era fácil, pues según te clasifican te ves. Por circunstancias que no vienen al caso, de pronto mis padres se mudaron a Brasil, cosa que en tiempos de la guerra no era rápida: estuve unas semanas en la ciudad de Panamá, por San Francisco de La Caleta. Recuerdo que al otro lado de la calle se extendía la base militar de Punta Paitilla, desde La Caleta (donde hoy está Atlapa) hasta la desembocadura del río Matasnillo. Día y noche traqueteaban las prácticas antiaéreas y el vuelo rasante de los aviones. Hasta el perico de la casa hacía como ametralladora, el único lenguaje humano que pudo aprender. Y sobre el mar, al horizonte lo dibujaba la fila de buques cargados de jovencitos gringos y puertorriqueños destinados al matadero asiático.