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- 22/04/2019 02:00
La Constitución militarista de 1972 está derogada, no existe
Desde hace décadas se viene especulando sobre la cuestión de si es o no conveniente convocar una asamblea constituyente y sobre lo que el país puede esperar de dicha asamblea. Quienes abogan y pugnan por su convocatoria, afirman que la constituyente es necesaria para ‘refundar la República', a fin de darle a esta una estructura auténticamente democrática, que la aleje del corte militarista y autocrático de la Constitución de 1972. Esta afirmación no pasa de ser una falacia. Lo único cierto es que todo el que, sin ideas preconcebidas, lea la Constitución vigente llegará indefectiblemente a la conclusión de que las reformas constitucionales de 1983 derogaron de hecho la Constitución de 1972.
No lo digo yo. Nos lo dejó dicho el profesor César Quintero, quien reiteradamente señaló que las reformas constitucionales de 1983 le dieron al país una Constitución totalmente nueva. En tal sentido afirmó, textualmente:
I.— ‘Los miembros de la Comisión Revisora de la Constitución de 1972, en vez de reformar la mencionada Carta, elaboraron una Constitución democrática y representativa sustancialmente distinta de la que debían revisar. El documento preparado por la Comisión siguió mutatis mutandi los lineamientos de la Constitución demoliberal de 1946'. (Véase César Quintero, Evolución Constitucional de Panamá, págs. 58 y 59, Estudios de Derecho Constitucional Panameño, Jorge Fábrega P., compilador).
II.— ‘La Comisión, como resultado de su ingente labor, varió radicalmente las partes fundamentales y los principio cardinales de la Constitución que pensó enmendar. Por tanto, el Acto Constitucional de 1983 no significó una reforma de la Constitución de 1972, sino una nueva Constitución que técnicamente sustituyó por entero a la que decía reformar'. (Véase César A. Quintero, ‘Antecedentes y Significados del Acto Constitucional de 1983', pág. 99, ‘Estudios de Derecho Constitucional Panameño', Jorge Fábrega P., compilador).
III.— ‘El Acto Constitucional de 1983 superó con creces su proyectado carácter reformatorio, ya que devino en una auténtica Carta Magna de nuestra República. Y lo es no solo por la cantidad y calidad extraordinaria de transformaciones que instituyó con respecto a la Carta que supuestamente había de reformar, sino porque técnica y doctrinalmente difiere en forma radical de su antecesora. Es más, puede decirse que el democrático Acto Constitucional de 1983 es la antítesis de la autocrática y autoritaria Constitución de 1972'. (Véase Prólogo de César Quintero a la obra ‘Aspectos Hacendarios' de Rogelio Cruz).
Está, pues, claro que la Constitución vigente nada tiene de militarista y sí mucho de la de 1946, acerca de cuyas bondades todos se hacen lenguas.
Lo dicho no significa, en forma alguna, que nuestra Constitución no pueda ser mejorada. Toda obra humana es por definición perfectible y nuestra Ley Fundamental sin duda lo es. Dicho esto, creo necesario agregar que ni de la reforma parcial y puntual de la Constitución vigente ni de la aprobación de una nueva Constitución se pueden esperar milagros. Cometen un error los que promueven la asamblea constituyente con el argumento de que la nueva constitución sería una especie de panacea que resolvería, como por arte de magia, todos los problemas que aquejan al país. Ello no es así. Hay infinidad de problemas que ninguna constitución puede resolver. Traficar con utopías no es aconsejable.
En esta materia, suscribo, sin reservas, las tesis del Dr. Carlos Bolívar Pedreschi, quien nos ha dicho, una y otra vez, que no se pueden esperar prodigios de la aprobación de una nueva constitución. A manera de ejemplo, se refiere Pedreschi al agudo problema del suministro de agua potable, cuya solución, como es evidente, exige la inversión de muchos millones de balboas. Sin esa inversión –apunta Pedreschi– el problema seguirá sin solución, aunque la Constitución —agrego yo— disponga que ‘toda persona tiene el derecho sagrado de que se le suministre agua potable de la mejor calidad, a precios razonables y en cantidad suficiente para satisfacer sus necesidades'. Lo único cierto es que ese problema no se solucionará mientras no se inviertan los referidos millones, que, por lo demás, se pueden invertir sin necesidad de ninguna reforma constitucional. Lo que hace falta es que el Gobierno priorice el tema, dándole la importancia que a todas luces tiene.
Podría agregar, casi ad infinitum, muchos otros casos de cosas que ningún texto constitucional puede resolver, por sí solo, aunque sea producto de una asamblea constituyente integrada por gente docta y proba. Menciono de pasada, entre ellos, el alto costo de la vida, la pésima distribución de la riqueza y un largo etcétera, cuyo contenido no escapará al criterio de quienes comprenden que los problemas socioeconómicos de un país no son susceptibles de resolverse mediante la simple aprobación de normas jurídicas, así sean estas del más alto nivel y del más noble tenor.
Abundan las razones imperiosas de evidente interés público que nos aconsejan atacar, sin dilación, problemas como los que me he permitido enunciar en los párrafos que anteceden. Para ello no hacen falta reformas constitucionales de ninguna índole, sino la puesta en práctica de las políticas públicas económicas y tributarias pertinentes, cuya implementación encuentra apoyo sobrado en la Constitución vigente.
En este orden de ideas, insisto en que no hay por qué pensar –como parecen entenderlo algunos– que la convocatoria de una asamblea constituyente originaria se convertirá en un tinglado capaz de generar una coyuntura política que traerá cambios revolucionarios en las estructuras socioeconómicas del país. Ello es que el posible carácter revolucionario o progresista o incluso retrogrado de la constitución aprobada por la asamblea constituyente dependerá, exclusivamente, de la correlación de fuerzas que, en la realidad de los hechos, exista entre los partidos y movimientos políticos que se disputen en las elecciones el nombramiento de los convencionales y, en consecuencia, el ejercicio del poder constituyente. Mientras esa correlación de fuerzas se parezca a la existente no puede esperarse que la constituyente, por muy originaria que sea, genere rupturas revolucionarias ni cosa parecida.
ABOGADO