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- 05/02/2022 00:00
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En mis primeros años, el entorno cultural de mi pueblo, Penonomé, contaba con excelentes maestros. Muchos de ellos autodidactos, sembradores y germinadores de buenos ejemplos. Tengo presente la figura serena y honorable de don Héctor Conte Bermúdez.
Lo veo a través de la luz del recuerdo en su pupitre de trabajo, en su gran biblioteca llena de libros de historia y de obras clásicas. Los expedientes se amontonaban y cada uno contenía la constancia de un conflicto de intereses o el drama de alguna pasión. Don Héctor era un hombre enamorado de los papeles viejos, poseedor de una oratoria forense densa y analítica. Como es natural en los abogados autocultivados, sabía manejar el sentido común como nervio lógico del derecho.
Era un poeta romántico y un prosista apegado a las reglas del idioma. En los estrados judiciales, empero, era tan vehemente que parecía excederse en la exposición de sus convicciones. Era persistente como un martillo en el yunque del herrero. En un lance controvertido lo rememoro enfrentado en una audiencia penal a don Jacinto López y León. De parte y parte eran exuberantes en sus argumentos y en sus énfasis, sin mellar los afectos recíprocos, pero los espectadores apreciaban aquellos esfuerzos dialécticos como una especie de declaratoria de hostilidades.
Una vez concluido el fragor de la disputa, ambos abogados sellaban las diferencias con un abrazo cordial. El abrazo entre los abogados litigantes y decentes decía don Héctor, es semejante al papel de las tijeras. Cuando están en su afán las dos hojas se dan y se dan, cortan y cortan, y al final, terminada la faena, las tijeras tornan al reposo y sus dos hojas se juntan y se confunden en el abrazo.
A fin de perpetuar su memoria, sus hijos, Simeón Cecilio y Julio Conte, acaban de editar un libro que recoge el pensamiento literario, jurídico e histórico de don Héctor. Su biografía inconclusa del general y médico José Domingo Espinar es parte de la edición. Rescata Conte Bermúdez la vida y obra de esta importante figura de la independencia de América.
Espinar, nacido en Panamá y educado en la Escuela de Medicina del Ecuador fue secretario general del Libertador Simón Bolívar. Fue jefe del Estado Mayor del Alto Perú.
Es conocido el hecho de que Espinar encabezó en Panamá el movimiento separatista de 1830 y también es conocido en el hecho de que murió en Peñón de Arica, sometido al olvido de sus compatriotas y mordido por los mal agradecidos de la época, los que reencarnan de tiempo en tiempo en la estampa simuladora de ciertos especímenes atolondrados.
En la obra de don Héctor no sólo aparece este pasaje dedicado a Espinar. Se encuentra su estudio sobre la fundación de Colón, su correspondencia con figuras prestantes de la época, también se divulgan ensayos diversos, dictámenes, discursos, poesías y sus realizaciones legislativas como las que fija el 8 de diciembre como el Día de la Madre.
Su ensayo sobre la Constitución Bolivariana aparece íntegro en la obra que comento. Don Germán Quiroga, intelectual boliviano que prestó servicios a su patria como embajador ante las Naciones Unidas y quien fuera, durante su exilio, profesor de derecho internacional en la Universidad de Panamá, dijo que la Constitución Bolivariana de don Héctor era el ensayo de mayor erudición que había leído sobre la iniciativa constitucional de Simón Bolívar.
La relevancia jurídica del pensamiento del ilustre coclesano es evidente en ese ensayo de derecho constitucional. Hace gala el jurista del buen conocimiento de las teorías políticas imperantes durante el ciclo bolivariano, del adecuado manejo de la técnica de investigación y, sobre todo, de su honestidad intelectual en la forja de sus creaciones.
En el año de 1939, al morir el presidente Juan Demóstenes Arosemena, el sucesor Augusto Samuel Boyd le reiteró los deseos del desaparecido mandatario de designarlo magistrado de la Corte Suprema de Justicia. Pero este notable jurista declinó el ofrecimiento con una excusa que lleva el sello de su alcurnia moral: “declino tan honrosa distinción, dijo, dada mi insuficiencia de conocimientos”.
En los días revueltos que vivimos, tan llenos de pescadores, la alta toga judicial la apetecen con feroz apetito muchísimos mediocres, merenderos corruptos, traficantes del derecho, mercenarios de los códigos o poseedores de una estatura intelectual que no se alza un palmo sobre los pies de don Héctor Conte Bermúdez. Pero aquel hombre daba a la Corte Suprema de Justicia un protagonismo tan señero en la institucionalidad del país que pensó, tal vez, en exceso de modestia, absolutamente injustificado, que otros podrían ocupar el cargo con mejores créditos.
Aquel renunciamiento no encuentra símil, y hoy, ante cada vacante una legión de adversarios de Minerva y de la ética aspiran a ocupar el alto solio de la justicia.
En varias ocasiones don Héctor fue diputado. Fue presidente de la Asamblea Nacional durante las memorables sesiones que terminaron por rechazar los Tratados de 1926. Fue un patriota y un reconocido baluarte del nacionalismo panameño. En reconocimiento a su trayectoria de ciudadano ejemplar y excelente abogado, el Palacio de Justicia de Penonomé -por ley- lleva su nombre.
El atributo que han rendido Simeón Cecilio y Julio Conte a la memoria de su padre es igualmente un reconocimiento a los valores cívicos y morales del país. Justo es reconocer tan preciosa iniciativa y tan excelente homenaje a un maestro sabio que conocí en mi pueblo en los primeros años de mi vida.
El artículo original fue publicado el 2 de febrero de 2002.