Ciclistas, atletas, patinadores y paseantes de la capital colombiana tienen una cita infaltable desde hace 50 años: la ciclovía de los domingos y festivos,...
- 08/09/2024 00:00
- 07/09/2024 19:54
El recuerdo más remoto que conservo de un viaje es de aquella vez que fuimos a donde tía Dilcia, en el viejo Toyota chocolate de papá, cuando la Interamericana era una vía de dos paños, con casas de techos de tejas a ambos lados, y el camino hacia Los Pozos de Herrera una trocha de tierra que se colmaba de polvo rojizo al paso de los autos, carretas y caballos.
No estoy segura de si la escena es pura imaginación, pero recuerdo a mamá diciéndole a papá “es por aquí, por aquí”, y al cabo de un rato de andar a saltos, tras una curva, un portón grande y una señora al otro lado, sobre una colina, mirando pasar el Toyota y mamá que dice: “¡Mírala! ¡Ahí está!”. Habíamos llegado.
El segundo recuerdo más lejano no está lleno de tierra y polvo, sino de agua y verde. Estoy camino a Escobal en un viejo bus escolar de la Zona, con mi hermana y mi abuela Aura María, en un camino lleno de cráteres imposibles, bordeado de árboles, heliconias, helechos, y entre tanto bosque el azul del cielo y del lago Gatún, y entre tanto paisaje tropical y húmedo unos letreros a la orilla del camino que advertían de la existencia de los polígonos de tiro que tenía allí el Ejército de Estados Unidos.
Viajar es una de las mejores experiencias humanas. Todo empieza con la expectativa del destino —el clima, los lugares por visitar, la oportunidad de romper la rutina—, pero en el proceso se da uno cuenta de que el viaje empieza en el propio camino, y que el lugar que se visita es mucho más que una lista de cosas por hacer.
Con tía Dilcia, por ejemplo, caminé una vez por potreros para visitar a una comadre que, al verla llegar, se limpió las manos en la falda del vestido que traía puesto, corrió a abrazarla y mandó a uno de los hijos a atrapar una gallina para el almuerzo. Es uno de los mejores almuerzos que recuerdo, café incluido. Todavía soy capaz de ver el humo que salía del fogón, en la cocina de tablones y techo de palma. Al regreso tomamos un camino distinto, el del río. Cuarenta años después veo el gesto de sosiego de mi tía mirando el agua correr. Era verano y hubo tiempo hasta para refrescar los pies.
Viajar es un encuentro con uno mismo y con los demás. Incluso los viajes de trabajo permiten esos descubrimientos, como cuando se va a Cartagena y el grupo se decanta por la rumba y la hierba... para luego darse cuenta de que se prefiere caminar por las plazas, visitar los antiguos conventos, explorar las librerías o, sencillamente, comprarle un mango a una mujer palenquera para disfrutarlo en la habitación del hotel.
El oficio periodístico, he de decirlo, ha sido el principal proveedor de viajes. Como aquel de trece horas a China Continental, en el que conocí la Muralla China, la arquitectura increíble de Shanghái, la inabarcable Beijing y los muchos proyectos de tecnología y modernización del país asiático... para luego solo guardar, muy dentro del alma, la escena de la noche que vi los hielos árticos asomada a la ventanita del avión, y la tarde que caminé por una zona comercial de no recuerdo cuál provincia y quedé maravillada al descubrir que se vendían grillos en pequeñas jaulas de bambú.
El viaje a China también me enseñó otra cosa, que parece obvia, pero que solo se padece cuando estamos en medio de una situación de total vulnerabilidad: que sin el lenguaje somos casi nada. Que perderse entre millones de personas y letreros escritos en un idioma que desconocemos es espeluznante. Que se puede estar rodeado de muchas luces y risotadas, pero estar completamente solo. Que poder leer nos salva de muchas maneras y que, en ese sentido, un viaje, concreto o imaginario, te acerca a las personas y también a la tierra que habitamos.
Una vez fui a un sitio que se llama Jurutungo, en Renacimiento, con la idea de hacer senderismo y escribir la experiencia. Como el mismo nombre lo indica, el lugar es remoto y para llegar a la cabaña donde dormiríamos —el fotógrafo y yo—, hubo que internarse en el bosque colindante del Parque Internacional La Amistad.
Renacimiento es una zona fresca, pero en las noches baja de forma importante la temperatura. Hace tanto frío —al menos para una mujer costera y tropical—, que en la madrugada estaba tiritando en la cama, aún con dos mantas encima. Para colmo, tuve de pronto necesidad de ir al baño, pero el cuarto de baño quedaba un piso más abajo y, para llegar, había que atravesar un pasillo exterior. Después de mucho pensarlo, me levanté, salí del cuarto con las mantas encima y, con el frío quemándome los pómulos, me dio por mirar la noche: no se veían sino las siluetas de los árboles, alumbrados por la luna; el resto del espacio era un pozo negro, inescrutable, del que emergían gemidos, cantos, susurros, gritos.
Temblando como estaba, seguí mirando, hipnotizada, y levanté la vista un poco más. Y cuando la levanté vi aquel conjunto de estrellas, millares de estrellas en el firmamento, como una ráfaga de luz que me tomó tiempo descifrar por la inexperiencia: era la Vía Láctea. Y sonreí, saben, y seguí sonriendo con un poco de tristeza mientras temblaba, porque a la vez que pensaba en la maravilla que estaba presenciando, pensaba en cómo las luces de la ciudad me habían robado esa sensación de pertenencia.
Algo similar ocurrió la vez que puse los pies en Atacama, en Chile. Si las dunas ocre del desierto chileno hicieron que perdiera la respiración —no solo por su belleza, sino porque la altura estaba haciendo estragos—, la noche me reveló la pequeñez humana: somos polvo de estrellas, dijo el guía. Y es cierto. Apenas un puntito en ese espacio vasto del universo.
Y si un desierto en la noche es capaz de producir asombro y miedo a la vez, mirar el fondo del mar se le parece. El mar de Belice, ese país en el que vi por primera vez un billete con el rostro de la “Reina Madre”, es profundamente celeste. Bajo ese color cerúleo hay otro universo, ya no de estrellas sino de corales, peces, tortugas, estrellas de mar y tiburones. Lo digo sin pena: me sentí nadando con Nemo. Y volví a sonreír por todas las vidas que allí había, por la maravilla, porque el océano había adquirido de pronto miles de tonos de color.
Así como los viajes me han enseñado la noche, las estrellas, el hielo, el desierto, el frío y el mar, también han procurado el encuentro con los otros: el guitarrista cubano, los músicos callejeros en el metro de Santiago, el cantante garífuna, la guía beliceña, la familia menonita, el anfitrión latino en Florida, el pescador en Caimito, las familias migrantes que atraviesan Darién, los trabajadores ngäbe en las fincas de café, el huaso en la Patagonia, el taxista del Palenque de San Basilio, la librera de Bogotá, la mujer emberá que sirvió yuca y pescado en una hoja de bijao y al Martín de Avellaneda.
Hay una frase que dice que no se cuida lo que no se conoce. Aunque cliché, certera: no sólo no se cuida, sino que a veces le tenemos miedo. Lo primero vale con la naturaleza; lo segundo, con los seres humanos. No se me ocurre otra razón por la que, aunque estemos padeciendo cada día más calor, más inundaciones y más picor por el sol, sigamos con el afán de destruir la naturaleza para construir más centros comerciales o minas.
O que, teniendo la oportunidad de conocer personas distintas, de hablarles, de preguntarles de dónde vienen, qué piensan o cuáles son sus sueños, sigamos negándoles su humanidad porque los creemos demasiado distintos de nosotros.