La Ciudad de Saber conmemoró su vigésimo quinto aniversario de fundación con una siembra de banderas en el área de Clayton.
- 14/09/2024 15:58
- 14/09/2024 15:58
Desde los primeros años de la escuela nos enseñan que “democracia” es palabra que deriva del griego antiguo y significa “poder del pueblo”, y con esta idílica visión muchos siguen convencidos de que la “vestimenta” de democrático otorga a un sistema político credibilidad y certificado de buen gobierno. Los que tenemos interés en profundizar los conceptos descubrimos fácilmente que, por decirlo de alguna manera, la misma democracia surgió con significativos “defectos de nacimiento”.
Veamos un poco de historia. En las ciudades griegas independientes comandaba:
a. una sola persona: o sea el tirano (palabra que no tenía el sentido negativo que le damos ahora. Tirano era simplemente el mejor, el de mayores cualidades y por eso se le otorgaba el mando de la cosa pública);
b. la oligarquía: el grupo de los más ricos y cultos.
En la Grecia del siglo V a.C., efectivamente, en las polis o ciudades-estados se producen una serie de cambios en las instituciones políticas. Como resultado, un número más alto de ciudadanos puede intervenir en el gobierno de la ciudad.
En Atenas, las cuestiones importantes se decidían en asamblea, pero, como sabemos, en las asambleas no participaban ni las mujeres ni los esclavos ni los inmigrantes. El concepto de democracia como gobierno del pueblo se empieza a empañar.
Pero, hay más. ¿Quiénes dominaban las asambleas? Los demagogos: personajes hábiles, capaces de guiar y convencer a las masas. En la ola de la emotividad, bajo influencias que escondían intereses personales o de pequeños grupos, se tomaban también malas decisiones. Por ejemplo, fue en una “democrática” asamblea que se tomó la decisión de condenar a muerte a Sócrates.
Como si esto fuera poco, ya en la Grecia clásica, en los grupos de las élites surgen dudas: ¿Cómo es posible –se preguntan- que un ignorante pueda tener el poder de decidir? Empiezan a preocuparse. En realidad, mandan los demagogos, la democracia es una locura, tenemos que mandar nosotros (los buenos-aristócratas-oligarcas, claro), ¡que los demás piensen en trabajar! La cacareada democracia empieza a tambalear desde sus cimientos.
Por lo demás, también desde otro ángulo (o sea, no desde el punto de vista de las élites económicas y sociales, que obviamente no tienen interés en ampliar la base del gobierno) cabe la inquietud: ¿la democracia puede funcionar cuando el pueblo no es instruido –y consecuentemente fácil víctima de los demagogos- o se vuelve un caos, un no-sense (sin sentido), como dicen los franceses?
La verdad es que son los mismos filósofos griegos clásicos los llamados a hundir el edulcorado concepto de democracia que llegó hasta nosotros. Escuchemos a Platón: “La llaman democracia, pero no es [más] que una aristocracia con el apoyo de las masas”.
Mucho más allá va Critias, fascinante y algo olvidado filósofo, que ya en el siglo V a.C., en un breve diálogo acerca del sistema político ateniense, denunciaba cómo lastimosamente la democracia en Atenas era violencia y mal gobierno, reino de corrupción y abusos, sobre todos en las aulas de los tribunales; reino del parasitismo y del despilfarro, y que además pisoteaba las formas más altas de cultura y arte, con la eliminación misma de los hombres que las encarnaban. (Conceptos resumidos, basados en una interpretación de Critias elaborada por Luciano Canfora). Cada vez más, democracia como “Gobierno del pueblo” parece una banalidad, una peligrosa falsedad.
A lo largo de los siglos, muchísimos pensadores políticos y filósofos han hecho importantes contribuciones al concepto de democracia: en el siglo XVII, Spinoza, Thomas Hobbes y John Locke. En específico, el inglés Locke puede considerarse el inspirador del moderno modelo representativo. Según estos pensadores, a través de Constituciones o Cartas Magnas, los gobiernos deben tener limitaciones en sus funciones, y si un gobierno no respeta esos principios, el pueblo podría y debería revocar el poder a tal gobierno.
Más específicos aún, Bentham (siglos XVIII-XIX) y J. Stuart Mill (XIX) afirman que los gobiernos, para mantener la paz y el buen comportamiento de los ciudadanos deberían:
1. Garantizar asistencia;
2. Producir abundancia;
3. Favorecer la igualdad;
4. Garantizar la seguridad.
Lo cual, a todas luces, no se ha visto por ningún lado.
Max Weber y Schumpeter, estudiosos de la democracia tal como se ha desenvuelto en el siglo XX, sostienen abiertamente que la sociedad moderna impone la desigualdad económica y que la democracia no es otra cosa que un mecanismo formal para decidir quién puede legítimamente ejercer el poder a través de votaciones.
Actualmente, muchos estudiosos hablan de pos-democracia, caracterizada por procesos decisionales y comunicativos en manos de sistemas autoritarios y oligárquicos, totalmente anónimos y desconocidos a las grandes masas; a mi manera de ver, una forma elegante de decir que la democracia murió antes de nacer. La degeneración de la democracia se da por las mismas bacterias que tenía en su cuna.
Alexis de Tocqueville, muy citado entre los defensores del sistema democrático, decía que no importa que haya ricos, lo importante es que haya movilidad. Y en su siglo, el XIX, y también en el XX, podemos decir que sí la hubo, sobre todo gracias a la educación, al empeño que las personas ponían en cultivar el talento natural a través de la educación formal.
Desde algunos decenios hay cada vez menos movilidad, los ricos son siempre los mismos, las clases medias se empobrecen y la confianza en la educación desaparece cada día más. Los jóvenes, en lugar de estudiar una carrera, prefieren hacer payasadas y vulgaridades en Tiktok, esperando ganancias millonarias, que llegan, sí, pero para uno sobre un millón.
En el apasionado discurso, uno de los más citados de la historia, Abraham Lincoln lanza su celebérrima frase. Después de la sangrienta Guerra Civil estadounidense, en este momento heroico, Lincoln con toda sinceridad y propiedad podía decir:
“... Resolvamos firmemente que estos muertos no dieron su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparecerá de la faz de la Tierra”.
Con otra tanta sinceridad y propiedad, nosotros, hoy, pudiéramos decir que ese gobierno nunca desaparecerá porque nunca existió, desde Atenas hasta nuestros días.
En síntesis y con el esquematismo al cual nos obliga este breve texto: los mismos teóricos de la democracia, o le atribuyen unas características y finalidades que la misma no cumplió en ninguna época histórica, o abiertamente (y cínicamente en algunos casos) dibujan sus reales facetas, demostrando indirectamente que la democracia es incompatible con la igualdad, la justicia y el bienestar generalizado.
La gran pregunta es: ¿seguimos ilusionándonos de tener una democracia porque cada cierto número de años nos llaman al voto? O ¿aceptamos que nos hemos vuelto una oligarquía con la careta de la democracia? ¿Somos actores de nuestros destinos o somos víctimas? La democracia parece destinada a empeorar cada vez más, a quedarse en un mero cascarón, como un regalo pretencioso bien empaquetado, con lazos llamativos, que cuando abrimos manifiesta toda su podredumbre.
La autora es doctora en Materias Literarias de la Universidad de Bologna, Italia. Ha sido docente de Sociología y Lengua Italiana en la Universidad de Panamá.