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- 19/03/2023 00:00
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No recuerdo exactamente la primera vez que cayó un libro de Nietzsche (1844-1900) en mi manos. Pero fue el nacimiento de la tragedia desde el espíritu de la música (1872), un libro que me llevó a leer casi todos los clásicos de la tragedia griega, entre los cuales ya había leído Edipo Rey en las aulas del Instituto Nacional, donde aparece el conocido acertijo de la esfinge.
Lo que sí recuerdo es que era estudiante en la Facultad de Humanidades, a principios de los años ochenta del siglo pasado, cuando los profesores de la Escuela de Sociología habían declarado el materialismo histórico (marxismo) como una materia entre los planes de estudio. Nunca participé de aquellos debates, no por falta de interés, sino porque, en verdad, mi verdadera formación no la obtuve dentro del claustro universitario, que era para mí una especie de trámite burocrático que tenía que cumplir, sino entre los propios libros y debates filosóficos que me atraían de aquellos años, por ejemplo, entender a un Foucault, desconocido en aquel entonces en el medio, que, con su Historia de la locura en la época clásica (1961), ya había introducido nuevas y novedosas problemáticas de análisis.
Para aquella época, ya muy escéptico de los “grandes relatos” (Lyotard), tratábamos de entender la disparidad, el quiebre y el desengaño de las ideologías del progreso, donde la palabra misma “revolución” podría esconder hasta los más siniestros procedimientos de opresión, exclusión y muerte. Nietzsche fue un crítíco radical de las ideologías del progreso, no hizo concesiones a los sueños y pesadillas de la ilustracíón, ni al pesimismo de los positivistas y, mucho menos, a los constructos del siglo XIX, como las ideologías y doctrinas levantadas a partir de las razas, clases y pueblos de occidente.
Fue un antinacionalista de primera línea, la palabra patria, la que producía guerras y miradas estrechas del mundo, le producía profunda aversión, y, paradógicamente, sin poder saberlo nunca, me atrevería a decir que dio todos los instrumentos posibles para que un mismo Fanon, pudiera escribir Los condenados de la Tierra, una redención no a través de la compasión, como pide la iglesia para los “condenados” y “desheredados”, pero sí a través del reconocimiento de la profunda “herida colonial” (Mignolo) que sojuzga a las almas del colonizado.
Y, en este sentido, aquí nos preguntamos, “¿Qué es la verdad?”, como se lee en Nietzsche en uno de sus libros, en El Anticristo, un libro propio de este anti-platónico alemán, que se había opuesto a esas verdades eternas, más allá del mundo físico, que no necesitan demostración. Leí esta pregunta de muy joven, cuando me alejaba de todas las doctrinas política e ideológicas, como dogma platónico de sus acólitos.
Nietzsche parafraseaba, con esta pregunta, a Poncio Pilatos, que así le respondió a Jesucristo al afirmar éste último que era “testimonio de la verdad”. Para Nietzsche, esta pregunta de Pilatos, es la única que tiene valor en el Nuevo Testamento. Estemos de acuerdo o no con él, lo cierto es que no renunciaba a la verdad, pues justamente dirigió su artillería pesada a desmontar el platonismo, y, en consecuencia, al cristianismo, que él designaba como “platonismo para el pueblo”, por ese montaje de verdades eternas consagradas en la figura monoteísta de Dios. En este sentido, comprenden mal a Nietzsche cuando afirmó que “Dios ha muerto” (Gaya ciencia) y creen que solo se refería a este Dios todopoderoso que envió a su hijo a la tierra para redimirnos de todos nuestros pecados.
Su crítica fue contra este sistema inmutable de ideas, imágenes fijas y eternas de las cosas, por las cuales no logramos llega a la verdad. Nietzsche, en ese sentido, no podría ser el predecesor de ningún tipo de relativismo. Y su crítica del “platonismo para el pueblo”, en efecto, va precisamente dirigido a la institución eclesiástica y a sus padres de la iglesia, quienes han administrado por siglos ese platonismo de verdades eternas que, según él, niegan la vida.
Lo que le interesa es, precisamente, darnos la oportunidad de llegar a la verdad al sacarnos del mundo fantasmagórico de las verdades eternas que obnubilan la pregunta, el escepticismo, la búsqueda de la vida a través de la interrogación. Es un volver a la vida, es un arremeter contra las imágenes de las cosas para ir a las cosas mismas, llenas de movimientos y contradicciones, paradojas y preguntas.
Y de aquí que el nihilismo, en Nietzsche, no es tampoco, como se afirma comúnmente, la ausencia de valores, sino que, para él, el nihilismo está en el seno mismo de ese platonismo que termina con los valores de la vida misma, un vacío de valores, porque llega al límite de su propia credibilidad, porque toda su construcción es una ilusión, una imagen de las cosas, que se evapora en el reconocimiento crítico de sus límites y estafas.
Y así tenemos que es en el nihilismo de nuestra época, donde descubrimos el vacío de las palabras, de los conceptos, de las representaciones, entre aquellos mismos que afirman que darían sus vidas por esos valores.
Ciertamente, a Nietzsche jamás se le ocurriría decir que la verdad no existe o que es relativa, porque, justamente, esta posición es la otra cara de la moneda del nihilismo, el vacío que acompaña a los desilusionados, a los oportunistas, a las dictaduras y a los hambrientos de poder, a los déspotas y autócratas e, incluso, a las democracias.
Mismo, con respecto a las mentiras, Nietzsche era tan advertido en identificarlas que llegó a hablar de la “tiranía de la verdad y de la ciencia que podría elevar la valoración de la mentira”, porque era plenamente consciente del poder, de lo manipulable y moldeable que es, donde la verdad, incluso, no se encuentra siempre a salvo.
En este sentido, como consecuencia de su filosofía, se llega a la conclusión que lo importante consiste en conservar la vida, cuidarla, no renunciar a ella o sacrificarla por ideales eternos ya sea Dios, el progreso, la patria o la revolución. No hay nada que justifique el sacrificio de la vida humana, ni de pueblos enteros, en aras de alguna quimera ideológica o religiosa.
Todo esto no impidió, tampoco, que los nazis utilizaran a Nietzsche para sus propósitos, distorsionando sus tesis, manipulando fuera de contexto frases que, supuestamente, iban dirigidas contra los judíos como “raza”, a tal punto que montaron sobre la entrada del campo de concentración, Auschwitz, una frase escrita por él, Die Arbeit macht frei [el trabajo hace libre]. Es como si igualmente culpáramos a Marx, otro pensador alemán nacido en el siglo XIX, de los campos de concentración estalinistas y de las prisiones de los regímenes dictatoriales que se reclaman de su filosofía.
Hay que poner las cosas en su justo lugar y este escrito no es para convencer a nadie, pero sí una invitación para leer a Nietzsche, que escribió: “Quien sabe respirar el aire de mis escritos sabe que es un aire de alturas, un aire fuerte. Es preciso estar hecho para ese aire, de lo contrario se corre el no pequeño peligro de resfriarse en él” (Ecce homo).