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- 29/10/2023 00:00
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Hace varios años conocí, casi por carambola, a un grupo de personas que, en las Tierras Altas de Chiriquí, llevaban adelante proyectos de conservación ambiental que tenían como propósito no sólo un mejor uso del territorio y de las tierras agrícolas, sino que entendían que ese mejor uso implica trabajar en comunidad para la conservación de la vida toda.
Es decir, no se trata —como alguien dijo alguna vez, con sorna— de abrazar árboles y pretender con ello solucionar los graves problemas ambientales, sino de entender que abrazar árboles es, en el sentido simbólico, una forma distinta de concebir la relación del ser humano con la naturaleza y, en consecuencia, de plantear caminos distintos a los que nos ha conducido la modernidad occidental instrumental.
¿Qué quiere decir esto de “modernidad occidental instrumental”? Para responder a esta pregunta, haré uso de una anécdota. Resulta que una tarde/noche cualquiera de 2019, en medio de una clase de Filosofía Moderna con el profesor José Antonio Mathurin, salió a la palestra un tal Francis Bacon. Bacon, para más señas, fue un filósofo del siglo XVII conocido, entre otras cosas, por una frase que entonces me pareció absolutamente reveladora: que la humanidad debía conocer la naturaleza para dominarla.
Bertrand Russell, en su Tomo II de la Historia de la Filosofía Occidental, establece que a “Bacon generalmente se le conoce como creador de la frase 'saber es poder', y aunque puede haber tenido predecesores que dijeran lo mismo, él lo dijo con nuevo acento”. Dicho de otra forma, Bacon ya era un hombre moderno —en el sentido de las ideas—, y aunque no negaba de Dios ni del conocimiento teológico por revelación, también apostó por la ciencia y por el método científico.
La cuestión es que, cuando en clase de Mathurin escuché esto de “conocer la naturaleza para dominarla”, fue como si en un instante se me abriera un sendero enorme que me condujo hasta el hoy; este hoy que se debate entre las nociones de desarrollo y progreso como contrarios a la filosofía y a las formas de hacer que apuestan por la vida.
El problema con las discusiones que se generan alrededor de temas como el cambio climático, el crecimiento económico y el desarrollo de los países y sus poblaciones pasa, en este siglo XXI, por el tamiz de un pensamiento generado en el siglo XVII y fortalecido por otros muchos pensadores sociales y políticos que entendieron que el progreso era eso definido como “la creencia de que los hechos en la historia se desarrollan en el sentido más deseable”, lo cual implica, tal como se plantea en el Diccionario de Filosofía de Abbagnano, no solo “un balance de la historia pasada, sino también una profecía para el porvenir”.
Lo que intento decir es que al abandonar la idea de Dios como centro —y, con ello, todo lo que hasta entonces era creación divina y, por tanto, había que respetar— y volcarnos al pensamiento moderno que apostó por la razón humana, tal parece que la divinidad se trasladó al ser humano y a todo lo que esa razón le decía que podía hacer en su papel de “dominador de la naturaleza”.
No se trata aquí de negar las bondades y los avances que la modernidad proporcionó, en términos de la evolución del pensamiento y de la ciencia. De lo que se trata es de reflexionar sobre cómo es que este avance se convirtió en un bumerán; incluso en cómo el discurso del desarrollo se cargó de ideología racista y clasista en un determinado momento de la historia, tal como plantea Arturo Escobar en La invención del Tercer Mundo. Construcción y Deconstrucción del Desarrollo.
Para contarlo de forma breve, Escobar plantea que el desarrollo, tal como lo entendemos, es una invención de la segunda posguerra, en la que una serie de eventos como la Guerra Fría, el combate al comunismo y la necesidad de nuevos mercados, entre otros factores, sirvieron de marco para crear un discurso que terminó dividiendo al mundo en países desarrollados y subdesarrollados. No hace falta decir en qué parte del mundo quedó imbuida Panamá. A esto habría que añadir que tal división no era del todo nueva, porque ya existía la división “nativo”/“salvaje” como contraposición a civilización.
El problema con este discurso es que creó un sistema de relaciones que determina quién puede hablar, con qué puntos de vista y con qué autoridad, moldeando los análisis, discursos y hasta políticas públicas. En palabras de Escobar, “esta racionalidad desarrollista se convirtió en instrumento de poder y control”.
¿Qué relación tiene todo esto con el grupo de personas de Tierras Altas de Chiriquí que realizan proyectos de conservación ambiental y comunitaria? Bueno, sucede que a partir de la privatización del mercado eléctrico en Panamá en los años noventa, varios de los ríos de esa y otras provincias se convirtieron en materia prima para la generación de energía, creando conflictos entre la noción de progreso dominante en el territorio transitista y los espacios que entienden la naturaleza como un todo.
El problema se hizo aún más grave porque, arrojados los ríos al mejor postor y sin instituciones capaces de normar con inteligencia y sensibilidad, el conflicto se transformó en represión y despojo. Varios años después, los daños ambientales producidos en varias cuencas son innegables, así como las repercusiones sociales, económicas y espirituales.
Lo que subyace en estos conflictos es profundamente filosófico; una manifestación concreta de la historia de las ideas. La contradicción que se plantea, es decir, la problemática, está en que la realidad parece indicarnos que “se nos fue la mano en pollo” y que vivimos en una especie de alucinación arrogante que nos convence de que todavía dominamos la naturaleza, y en función de ello y en nombre del “progreso” y del “desarrollo” insistimos con inundar el país para más embalses, ignorar las voces y el conocimiento de los Otros y apostar por industrias extractivistas que deforestan, arrasan territorios y causan violencia y fragmentación social.
El filósofo argentino Enrique Dussel escribió en sus 14 Tesis de Ética algo que me parece viene al dedillo: el sistema en el que vivimos se basa en una moral, en una forma de entender y proceder, que está “fetichizado” porque se pretende absoluto, incuestionable, la mejor versión posible del mundo. Este fetichismo es lo que provoca que, cuando se ejerce el derecho a la crítica de lo dado —digamos, por ejemplo, cuando se cuestiona la creencia de que el mercado, por sí solo, puede lograr equilibrio y riqueza social—, se tienda a tildar esas voces como faltas de conocimiento o de autoridad. En estos casos bien puede decirse, siguiendo a Escobar, que se aplica sobre algunos sectores de la población la noción clasista y racista del desarrollo a la que nos referimos arriba.
¿Qué hacer? Bueno, quizá el secreto esté en empezar a hacerse preguntas. En cuestionar los discursos y el uso de determinadas palabras. En dejar de deslumbrarse con “la autoridad” o “los expertos”. Tal vez, lo más razonable sea escuchar más que una sola voz. Para decirlo con palabras de Dussel: “Hay que perder el miedo a la inmoralidad de la moral vigente”.