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- 05/08/2018 02:02
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Es natural que así sea: la admiración desmedida y el odio son malos consejeros a la hora de analizar integralmente vidas de las cuales forman parte, además de sus ejecutorias, sus aciertos y sus errores, sus virtudes y sus flaquezas.
Y entre más grande sea su impronta histórica, mayor es el apasionamiento, bueno y malo, con que se le juzga. E igual será el tamaño de las virtudes –rayanas en la tontería—que se le atribuyen. A los estudiantes en Estados Unidos, hace años, se les enseñaba que George Washington nunca, en toda su vida, dijo una mentira; a los estudiantes colombianos y a los turistas incautos les decían que Simón Bolívar era de las pocas personas que había desafiado las fuertes corrientes para cruzar el río Bogotá a pocos metros del descomunal salto del Tequendama. Como si no bastaran haber triunfado en la guerra de Independencia contra Inglaterra, el primero, o haber liberado cinco naciones el segundo, para merecer admiraciones como pocas, y fuera menester agregar proezas sobrehumanas a sus ejecutorias terrenales.
Una anécdota sobre El general en su laberinto
Gabriel García Márquez, quien le profesaba una profunda admiración al Libertador, se propuso novelar los días de su último viaje por el río Magdalena, camino a Santa Marta donde habría de morir poco tiempo después. Y escogió algunos de esos días porque fueron de los pocos en los que el propio Libertador nada escribió, ni nada se escribió sobre él, lo cual le daba, como si le hiciera falta, una rienda ilimitada a su incomparable imaginación de novelista. Y en esa investigación se encontró con tantos bolívares como autores consultaba.
Fue tal su obsesión por los detalles y la precisión histórica que un capítulo se perdió para siempre cuando constató que sus descripciones no coincidían con una fase de la luna de hacía 175 años, pues prefirió no incluirlo en El general en su laberinto , solo para no darles el gusto a aquellos que se pasan la vida buscándole gazapos (en este caso históricos) a la obra de García Márquez.
El cuento es como sigue: García Márquez había escrito un capítulo en El general en su laberinto en el que le atribuía al Libertador una conducta erótica exacerbada las noches de luna llena, y necesitaba que la noche del 10 de junio de 1813 fuera de luna llena pues los hechos que había novelado para esa fecha demandaban un cierre de amores desaforados a la luz de la luna. Hizo la consulta a un astrónomo de Monte Palomar (en aquel tiempo Google no nos resolvía todos los problemas), pues si esa noche no había sido de luna llena tendría que excluir el capítulo entero. Un amigo le preguntó qué importancia tenía para una novela si una determinada noche había sido de luna llena, a lo que Gabo respondió que no podía darle ese gusto a un señor Garavito, quien ya le había encontrado gazapos en novelas anteriores. Y agregó: ‘si esa noche fue de luna llena, jodo a Garavito'. Resultó que la noche del 10 de junio no fue de luna llena. El mismo amigo años después le contó a Garavito la conversación y éste se limitó a contestar: ‘Una lástima que por culpa mía nos hayamos perdido de un buen capítulo'.
Traigo a colación la anécdota porque García Márquez fue blanco de la ira de bolivarianos furibundos que consideraron que las descripciones desgarradoras del estado físico del Libertador de alguna forma dejaba en el pensamiento del lector la imagen de un anciano decrépito y destruido por las enfermedades, que inspiraba más lástima que admiración. Pero era la imagen que resultaba de la lectura minuciosa de sus cartas y de testimonios de la época. Y es que a la gloria del Libertador nada le agregaba describiéndolo con una fortaleza física que no poseía. Sus merecimientos eran otros y mucho mayores.
García Márquez había escrito un capítulo en ‘El general en su laberinto' en el que le atribuía al Libertador una conducta erótica exacerbada las noches de luna llena, y necesitaba que la noche del 10 de junio de 1813 fuera de luna llena pues los hechos que había novelado para esa fecha demandaban un cierre de amores desaforados a la luz de la luna.
UNA FACETA POCO CONOCIDA DEL LIBERTADOR
En efecto, al Libertador, en ese afán de glorificarlo, se le han endilgado, repito, atributos innecesarios, que terminan por ocultar sus verdaderas virtudes. Uno de ellos: que en los últimos meses de su vida sus preocupaciones estaban circunscritas a la unidad de las naciones que había forjado. Nada más alejado de la realidad.
Si se revisa la abundante correspondencia del año de la muerte del Libertador, resulta evidente que también ocupaba buena parte de su tiempo y de sus afanes, el estado de los procesos judiciales vinculados a sus propiedades, víctima como fue de la inseguridad jurídica que imperaba en aquellos años. Mis enemigos empezaban a temer la pérdida de su influencia, le escribía a Gabriel Camacho desde Cartagena, el 2 de septiembre de 1830. De esa misma carta cito dos oraciones para que veamos el grado de detalle que manejaba sobre sus asuntos personales. Nada me ha gustado la tal transacción y que si hubiera medios de anularla me alegraría mucho que Vd lo hiciera, pues debe Vd estar entendido que si llego a enajenar esas minas en los términos de la transacción a mi no me quedará sino la tercera parte de su valor, cuando la renta que ahora me da es de trece mil pesos. … Vd me dice que el general Páez está pronto a servirme en muchas cosas, y yo me contentaré con que me haga hacer justicia pronta y debidamente en este maldito pleito…Si Vd logra deshacer esa maldita transacción..., espero que Vd lo haga y me de parte.
Poco antes de salir de Bogotá en su viaje final, le había escrito al mismo Gabriel Camacho, su apoderado en Caracas, una carta que retrata su estado de ánimo, pero también la dignidad con la que sobrellevaba sus calamidades. Cada frase constituye un testimonio
MI QUERIDO AMIGO:
Al fin he salido de la Presidencia y de Bogotá, encontrándome ya en marcha para Cartagena, con la mira de salir de Colombia y vivir donde pueda; pero como no es fácil mantenerse en Europa con poco dinero, cuando habrá muchos de los sujetos más distinguidos de aquel país que querrán obligarme a que entre en la sociedad de alta clase, y después que he sido el primer magistrado de tres repúblicas, parecerá indecente que vaya a existir como un miserable. Por mi parte, le digo a usted que no necesito de nada o de muy poco, acostumbrado como estoy a la vida militar. Mas el honor de mi país y de mi carácter me obliga imperiosamente a presentarme con decoro delante de los demás hombres, mucho más cuando se sabe que yo he nacido con algunos bienes de fortuna, y que tengo pendiente todavía la venta de las minas heredadas de mis padres… Yo no quiero nada del gobierno de Venezuela; sin embargo no es justo, por la misma razón, que este Gobierno permita que me priven de mis propiedades, sea por confiscación o por injusticia de los tribunales.
Pero a su apoderado le expresa también sus desilusiones:
No sé todavía donde me iré, por las razones dichas, me iré a Europa hasta no saber en que para mi pleito y quizás me iré a Curazao a esperar resultados y si no a Jamaica pues estoy decidido a salir de Colombia, sea lo que fuere en adelante. También estoy decidido a no volver a servir otra vez a mis ingratos compatriotas.
El hombre que había liberado naciones, que había triunfado en la guerra, que había gobernado tres países y que cuando fue menester ejerció el poder absoluto se encontraba ahora a merced de la ingratitud. El libertador solo reclamaba lo que en derecho le pertenecía. Decía:
El Congreso ha mandado que se me pague fielmente la pensión, y me ha dado las gracias por mis servicios; a pesar de todo, no puedo contar con esta gracia, porque nadie sabe los acontecimientos que sobrevendrán, y las personas que tomen el mando. Por lo mismo, lo más seguro es mi propiedad que reclamo una y mil veces, para vivir independiente de todo el mundo.
SUS PREOCUPACIONES: DE QUÉ IBA A VIVIR Y EL DESTINO DE SUS PROPIEDADES
Al libertador le preocupaba, sí, la suerte de las repúblicas que había formado, pero también de qué iba a vivir fuera de Colombia. Sus propiedades se encontraban en una maraña de pleitos amañados con el objeto de despojárselas, no confiaba en que la pensión se le iba a respetar, y no había acumulado fortuna en los años de guerra ni en el ejercicio del poder. Sólo poseía lo que de sus padres había heredado. Ni había dilapidado toda su fortuna, ni la había incrementado en los años que se dedicó a librar las guerras de independencia y a tratar de gobernar las nuevas repúblicas. Es verdad sí, que a pesar de haber poseído una de las fortunas más grandes de Venezuela, que incluían casas en Caracas y extensiones de terreno e inmuebles en los valles —muy fértiles por cierto— de Aragua, Tuy y Barlovento, ahora quedaba reducida a las minas de Arao, y su propiedad se encontraba en entredicho:
He sacrificado mi salud y fortuna por asegurar la libertad y felicidad de mi Patria. He hecho por ella cuanto he podido mas no he logrado contentarla y hacerla feliz… Rico desde mi nacimiento y lleno de comodidades, en el día no poseo otra cosa más que una salud quebrantada.
Quizás esas expresiones que tienen más que ver con la pomposa retórica bolivariana fueron las que originaron la creencia equivocada, que incluso algunos biógrafos repiten a pesar de las evidencias en contrario, de que el libertador murió en la indigencia porque toda su riqueza la había gastado en la guerra. Basta leer una de sus disposiciones testamentarias:
4a Declaro: que no poseo otros bienes mas que las Tierras y Minas de Aroa, situadas en la Provincia de Carabobo, y unas Alhajas que constan en el Inventario que debe hallarse entre mis papeles, las cuales existen en poder del Señor Juan de Francisco Martin vecino de Cartagena.
Esas minas le permitieron al libertador recibir dinero en concepto de arrendamiento a una empresa inglesa, que utilizó para ayudar a familiares, amigos y soldados. En sus últimos años su intención, en efecto, era venderlas o arrendarlas para vivir de esa renta.
Sus herederos se encargarían de hacerlo, e igual hicieron con sus pertenencias.
Él mismo preparó un prospecto de venta, dirigido específicamente al señor John Dundas Cochrane, cuyo contenido es digno de reproducir para poder conocer la faceta quizás menos conocida del Libertador: la de promotor de empresas, la de empresario.
ESTIMADO SEÑOR:
He tenido la satisfacción de haber leído la carta que Ud. ha tenido la bondad de dirigir al Coronel Uslar, a ruego del señor Peñalver, con el objeto de informarme sobre la contrata de las minas de Aroa.
Yo he aprobado esta contrata en todas sus partes, y me constituyo a cumplirla, sin la menor alteración.
Mientras tanto, hallándome yo empleado en servicio público, y, por lo mismo, deseoso de separarme de asuntos personales y negocios propios, he determinado ofrecer a Ud. la venta del Valle de Aroa en toda su extensión y en toda propiedad por la suma en que convengamos, oídas que sean las proposiciones que Ud. ó sus amigos quieran hacerme.
La rica y hermosa posesión de Aroa, es una de aquellas que ofrecen más ventajas para una colonia sobre las costas del mar, por las siguientes consideraciones:
1. Su extensión es circular con 32 leguas de circunferencia.
2. Tiene ríos navegables que desembocan al mar.
3. Sus minas de cobre son las mejores del mundo, y el metal, el más fino.
4. Contiene minerales de todas especies según las investigaciones que se han hecho por personas instruidas en la materia.
5. Produce maderas abundantes y preciosas.
6. Sus territorios son los más fértiles de la tierra para sembrar frutos europeos y americanos.
7. Las exportaciones al mar, son facilísimas, hacia Puerto Cabello, y si se quiere hacia las Antillas, ó a Europa.
8. El rédito que debe producir esta propiedad es del valor de 400,000 ó 500,000 mil pesos en el estado actual; y por lo mismo, cuando ella sea explotada, cultivada y poblada, valdrá millones.
Después de estas consideraciones, espero que Ud. tendrá la bondad de hacerme las ofertas que Ud. juzgue convenientes a sus intereses ó a sus miras.
Quiero destacar que la carta data de octubre de 1825. Para entonces el libertador había ejercido los gobiernos de Guayaquil, de Perú, de Bolivia, de Colombia y de la Gran Colombia; había triunfado ya en Junín, Carabobo, Pichincha, Boyacá y Ayacucho. El año siguiente se celebraría en Congreso Anfictiónico con el cual –sueños bolivarianos—las naciones liberadas y otras más del continente constituirían una gran alianza. El poder, la fama y las lisonjas eran ya parte consustancial de la vida del Libertador, como lo eran también parte de su patrimonio unas muy valiosas propiedades heredadas.
Por eso, más que tratar de pintarlo como un hombre que, gracias a su generosidad y munificencia –que eran ciertas—había quedado en la pobreza, debe destacarse como ejemplo, la primera parte de la carta hallándome yo empleado en servicio público, y, por lo mismo, deseoso de separarme de asuntos personales y negocios propio. La transacción nunca se materializó y queda para los especuladores de la historia resolver cuál habría sido el destino de una liquidez tan cuantiosa en manos de un hombre de su magnanimidad.
Las minas de Aroa, eran sí, parte de sus preocupaciones en los días finales del Libertador, cuando no sabía cómo salir de su laberinto.
Pero quizás lo que mejor explica esa dicotomía en la percepción que se tiene la realidad económica del Libertador es el diálogo novelado por García Márquez. José Palacios le dice: Siempre hemos sido pobres y nada nos ha faltado. A lo que el general le responde: La verdad es la contraria. Siempre hemos sido ricos y nada nos ha sobrado.
Esas minas le permitieron al libertador recibir dinero en concepto de arrendamiento a una empresa inglesa, que utilizó para ayudar a familiares, amigos y soldados. En sus últimos años su intención, en efecto, era venderlas o arrendarlas para vivir de esa renta.
Sus herederos se encargarían de hacerlo, e igual hicieron con sus pertenencias.