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¿Está en crisis la democracia representativa?
- 26/11/2023 00:00
- 26/11/2023 00:00
Pareciera que nos encontramos ante una palabra que ha desarrollado semejante aura de bondad que casi ha quedado despojada de sentido. Tanto es así, que cualquier país que incluya la palabra democracia en su nombre oficial, como La República Popular Democrática de Corea (Corea del Norte) o la extinta República Democrática Alemana, no es tal.
En su libro de 1945, La Sociedad Abierta y sus Enemigos, el filósofo Karl Popper sostenía que la democracia no debería entenderse como la respuesta a la pregunta ¿quién debería gobernar? (a saber, el Pueblo), sino como una solución al problema de cómo descartar el mal liderazgo sin derramamiento de sangre.
En ese mismo sentido, el politólogo John Mueller amplía la idea de un día del juicio binario a una continua retroalimentación cotidiana.
“Si los ciudadanos tienen derecho a quejarse, a elevar peticiones, a protestar, a manifestarse, a hacer huelgas, a amenazar con emigrar o con separarse, a gritar, a publicar, a exportar sus fondos, a expresar su falta de confianza y a sonsacar información en los pasillos, el gobierno tenderá a responder a quienes gritan, importunan y sonsacan información, es decir, se mostrará receptivo y prestará atención tanto si hay elecciones como si no”.
Democracia, Aristocracia, Oligarquía, Dictadura, Despotismo, Totalitarismo, Absolutismo, Anarquía; todos los sistemas políticos buscan encontrar el equilibrio entre dos criterios fundamentales: La Eficiencia y la Legitimidad.
La eficiencia gira en torno a la cuestión de la rapidez con que la administración es capaz de hallar soluciones válidas a los problemas que surgen. La legitimidad, por su parte se refiere al grado en que los ciudadanos se ven reflejados en esas soluciones y hasta qué punto reconocen la autoridad del Estado. Por lo tanto, la eficiencia está relacionada con la resolución y la legitimidad con la aceptación pública.
De todas las formas de gobierno, la democracia es la menos mala, precisamente porque intenta dar satisfacción a ambos criterios. Todas las democracias procuran lograr un equilibrio sano entre la legitimidad y la eficacia. A veces la crítica recae en un aspecto, a veces en otro, sin embargo, hoy en día las democracias occidentales se enfrentan tanto a una crisis de legitimidad como de eficacia. Es algo excepcional, pues la situación ha dejado de ser una simple marejada para convertirse en el preludio de una tempestad.
La política siempre ha sido el arte de lo factible, pero en la actualidad es el arte de lo microscópico. Y es que a la incapacidad de resolver problemas estructurales se suma una sobreexposición a lo trivial, estimulada por unos medios de comunicación insensatos a lo que, fieles a la lógica de mercado, les interesa más ahondar en conflictos fútiles que ofrecer información sobre los problemas reales, sobre todo cuando el volumen de negocio desciende.
Los síntomas que sufre la democracia occidental son tan habituales como vagos, pero si se suma la abstención, la fluctuación del voto, la pérdida de afiliados de los partidos políticos, la incapacidad de la administración, el debilitamiento político, el temor al fracaso electoral, las dificultades de captación de nuevos políticos, el afán compulsivo de protagonismo, la fiebre crónica de las campañas electorales, el estrés agotador de los medios de comunicación, los recelos, la indiferencia y otras lacras pertinaces, se obtiene el perfil de un trastorno que según David Van Reybrouck, es conocido como “Síndrome de Fatiga Democrática” .
Muchos teóricos de la democracia moderna han defendido que la aceptación pasiva de un credo democrático no es suficiente para que el sistema funcione. Las democracias requieren también ciertas virtudes positivas por parte de los ciudadanos. Por otra parte, el principio igualitario sobre el que se funda la democracia comienza a desvanecerse desde el mismo instante en que ésta se pone en marcha.
Ya es una constante que después de cumplirse con el rito del sufragio universal deja de haber democracia y, al igual que en la naturaleza, lo que se expulsa por la puerta vuelve por la ventana. No hay igualdad entre quienes poseen los medios financieros y materiales de la propaganda y los ciudadanos que la sufren, tampoco existe entre el pueblo y sus representantes y ministros, es decir, entre la mayoría y la minoría. La democracia no es sino una “aristocracia” camuflada y desde que se organiza se muda en su contraria.
La Efectiva Participación Popular: Si la democracia moderna se autodefine como el gobierno del pueblo, ¿cómo es posible que el gobierno resulte, orillando toda pretensión teórica, alejado del pueblo?
Nos comenta Held “¿pueden reconciliarse las exigencias de una vida pública democrática (debate abierto, acceso a los centros de poder, participación general, etc.) con aquellas instituciones del Estado que florecen en el secreto y control de los medios de coerción, desarrollando su propio ímpetu e intereses, convirtiéndose, en palabras de Weber, en jaulas de “Acero”, insensibles a las demandas del demos.
El Estado Moderno-matriz de la democracia- es un Poder que se opone, por su propia entidad, a la constitución de familias y cuerpos asociativos vigorosos e independientes. Los cuerpos asociativos que han crecido y se han fortificado a la sombra de la democracia moderna son los más artificiales, lo más vinculado, de iure o de facto, al sistema. Nos referimos a los Partidos Políticos, los grandes medios de comunicación de masas y los grupos económicos. De ahí la democracia transformada en Partitocracia rendida ante la propaganda mediática, regida por la “Aristocracia del dinero”.
La Revolución francesa, como la estadounidense no desalojó a la aristocracia hereditaria para reemplazarla por una aristocracia elegida; en palabras de Rousseau, “una aristocracia electiva”. Los príncipes y la nobleza fueron apartados, al pueblo se le engatusó con bonitas palabras sobre la nación, el pueblo y la soberanía, y una alta burguesía de nuevo cuño se hizo con el poder. Dejó de justificar su legitimidad en Dios, las tierras o el nacimiento para usar otro vértigo aristocrático “Las Elecciones”.
Las transformaciones de la democracia deben examinarse necesariamente en el mismo cuadro que nos viene acompañado desde el inicio. Si en la fase denominada “liberal” el protagonismo lo tuvieron los gentlemen, las grandes personalidades políticas, en un horizonte marcado por el sufragio censitario y la creación de una clase burguesa al servicio de la revolución liberal; la sucesiva fase democrática con la introducción del sufragio universal, vino caracterizada sin demasiada tardanza por la emergencia de los partidos políticos, nuevas feudalidades que indujeron una creciente oligarquización en el período más cercano de nuestros días, caracterizado propiamente como “partitocracia”.
Si democracia resulta así —se ha escrito— una oligarquía arbitrada periódicamente por un censo electoral de entidad variable; el pronóstico empeora en la partitocracia, que es aquella de su especie en la que los aparatos de los partidos monopolizan la elaboración de sus candidaturas y, por tanto, dictan la reducida lista de personas que pueden ser votadas.
De donde derivan “graves contradicciones”, oligarquización interna, crisis de independencia, de pauperización de la clase política, eclipse del decoro político, expoliación del electorado, degradación ética de la sociedad, reduccionismo ético, instrumentalización del parlamento, la paradoja del transfuguismo, devaluación (intelectual, política, fiscal y legislativa) de las cámaras, irresponsabilidad del gobierno, politización de la administración y fusión de poderes.
El autor es expresidente del Colegio Nacional de Abogados