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De la ciudad como inversión a la inversión como ciudad
- 16/04/2023 00:00
- 16/04/2023 00:00
El viejo argumento que el neoliberalismo logró imponer, que crecimiento es desarrollo, debe ser puesto a dormir por insuficiente, ignorante e inoperante. Sostenerlo hoy es además inmoral y tiene mucho de la filosofía de un gobernante de EUA en Texas, quien pidió un poco de sacrificio en plena pandemia, porque “hay algunas cosas más importantes que vivir”, en un claro signo de la perversión del pensamiento individualista de estos tiempos.
En efecto, hay una degradación marcada en el hecho de que las únicas consideraciones climáticas que interesan hoy son las del clima propicio a las inversiones, que la política se ha reducido a la administración de los negocios y que lo que no es económicamente rentable, tiende a no hacerse o a postergarse hasta que ya no quede más remedio que actuar de urgencia, una hábil y retorcida forma de obtener beneficios de la desesperación.
Lo paradójico es que, en Panamá, tenemos ejemplos que apuntan en la otra dirección, la del beneficio de la comunidad, donde la política procura el desarrollo social a través de la acción colectiva. Por ejemplo, recuperamos la antigua Zona; la empresa más importante del país es pública; el área del Canal sigue siendo un gran patrimonio nacional que no ha sido vendido; el Metro es el mejor instrumento de inclusión social que hemos inventado y tenemos una ley desde 1953, que nos propone participar en el bienestar general a partir de producir beneficios compartidos (Ley de contribución de mejoras).
Sin embargo, hay un producto social en peligro: nuestras ciudades. Y no estoy hablando solamente de Panamá o Colón, sino también de las ciudades del interior, ya que todas se van ahogando, rodeadas de esas mercancías inmobiliarias de última categoría que son las casitas en serie en barriadas de diseño cerrado, situación que se agrava, además, con nuevas viviendas precarias como en Panamá, Colón, La Chorrera o Chepo. Es el resultado de la degradación de nuestro diseño urbano durante el siglo XX, que la urbanización en Panamá después del trazado español de las Leyes de Indias, nos dejaron en el Casco Antiguo. Esto hizo del Arrabal una amalgama improvisada de construcciones y actividades sobre la Av. Central y la calle B, limitándose a ocupar propiedades rurales a lo largo de senderos coloniales.
En 1910, las medidas de saneamiento y obras públicas relacionadas, impuestas por la Comisión del Canal Ístmico, proyectaron los Barrios de San Miguel y Marañón, con un nuevo modelo de manzanas rectangulares idénticas a las de Nueva York en sus dimensiones exteriores y sus lotes; además con un trazado abierto, que invitaba a la comunicación, como se espera que ocurra en las ciudades. Y así se hizo cuando, en 1914, Belisario Porras desarrolló el proyecto de La Exposición, inaugurado en 1916. Ese proyecto fue la culminación de nuestra idea de ciudad, proponiendo una expansión con buen diseño, conexiones y espacio público que incluso desde la perspectiva de la rentabilidad, compite con exitosos emprendimientos privados ulteriores como Parque Lefevre o Costa del Este.
Sin embargo, con La Exposición se acabó el impulso y ningún otro gobierno se atrevió a hacer nada parecido. Peor aún, la Administración dejó de pensar en la ciudad y se ocupó sólo de la vivienda. En 1944, 30 años después de La Exposición, el Banco de Urbanización y Rehabilitación (BUR, el bisabuelo del MIVIOT), realizó un proyecto de urbanización. Betania, que fue el modelo para los barrios cerrados: diseñó un primoroso suburbio a la norteamericana, con una vía interior (el Camino Real) y una sola entrada y salida conectada a la recién construida Transístmica. Es el mejor proyecto de vivienda popular hecho en Panamá, pero sirvió también para maleducar a la propiedad privada suburbana, ya que se adapta a la caprichosa forma de la finca que fue comprada para el efecto, la ocupa por completo y no se comunica con nadie, es decir, está en un vacío en el que la ciudad no existe o no importa si va a existir.
Con este modelo, los propietarios de fincas aledañas se lanzaron a urbanizar sus tierras y las autoridades sucesivas los dejaron mantener ese tipo de diseño, bueno para el aprovechamiento del espacio como negocio, pero no para el urbanismo, produciendo una simple colección de proyectos particulares yuxtapuestos, que es lo que desde entonces se llama “desarrollo urbano”. Así se formó, entre 1945 y 1950, el rosario de barriadas sobre las únicas arterias existentes en la época, Vía España y Transístmica, con una idea de ciudad reducida a barrio: El Cangrejo, Campo Alegre, Obarrio, El Carmen, San Francisco, todos seguidos, todos aislados, que se fueron conectando entre sí de manera improvisada, “emparapetada”, ya que su diseño no previó como hacerlo y la Autoridad tampoco lo exigió. No son barriadas brujas propiamente (esas vendrían después), pero son barriadas con conexiones brujas, la mejor receta para los tranques, porque el modelo se repitió y extendió desde entonces, y hoy llega a Pacora, Capira y Chilibre, en Panamá, pero también está en Colón, Penonomé, Santiago, David, etc.
El común denominador de este fenómeno es una concepción feudal de la tierra como propiedad privada llena de derechos y sin ningún deber, sustentada por el discurso dominante del crecimiento económico, donde la tierra, valorizada por las obras públicas, recibe también incentivos de todo tipo para que se use y realice el valor que le otorga su ubicación en un tejido urbano que ella no tejió y al que contribuyó de mala gana, puesto que no paga impuestos o estos son bajísimos y al que no le da espacio público para vías principales y menos aún para parques.
En este discurso, la construcción, no el urbanismo, es el “motor del desarrollo” y por eso hay que mantenerla contenta con exoneraciones por 20 años, intereses preferenciales y permisos para hacer lo que quiera donde sea: por ejemplo, edificios que no caben en los viejos barrios de calles estrechas, o infinitos paquetes de casitas en periferias sin agua. En ambos casos la tierra es la beneficiada, pues se le permite construir hasta el colapso, daño que pagamos entre todos, o se autoriza la urbanización de cualquier parcela en tierra rural, teniendo que dotarla posteriormente de vías de acceso más amplias, agua, drenajes y escuelas que de igual forma pagamos entre todos.
Así como la sociedad no es meramente una suma de individuos, la ciudad no es solo una suma de barrios y menos aún, de casas. Como producto del esfuerzo y del trabajo de la mayoría, a través de las obras públicas, la ciudad es el gran resultado de la solidaridad. Cuando se la ve sólo como negocio privado, como un producto del cálculo de rentabilidad mercantil, se atrofia y no es sostenible. Los tranques, Patacón, el agua escasa, la delincuencia y hasta los barcos de cruceros que se van por el bajo nivel de servicios, son los productos de una ciudad tratada como inversión.
Todo eso requiere un cambio profundo, una reforma urbana y seguramente una nueva Constitución. Mientras tanto, podemos usar la Ley de contribución de mejoras como una herramienta de negociación, para convenir con los propietarios del suelo y la promoción inmobiliaria que las inversiones en la ciudad no representen apenas valorización de la tierra y beneficios privados. De esta manera, las inversiones públicas, que son las que hacen ciudad, como el Metro, por ejemplo, seguirán creando el clima propicio para la vida en comunidad. Invertir la inversión, del negocio a la ciudad, es un programa que puede desarrollar cualquier gobierno, porque una ciudad que funcione es al fin de cuentas el mejor negocio, para todos.
El autor es arquitecto y urbanista.