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La tumba de los vivos, el calabozo de una penitenciaría
- 21/11/2022 00:00
- 21/11/2022 00:00
“Quien no lo vive, no lo entiende, pero te tienes que acostumbrar. ¡No queda de otra!”. Quien esto afirma es uno de los más de 21,000 presos que sobreviven en las cárceles del país. El reo testimonió con resignación, en ese purgatorio, su sentimiento de abandono como el castigo que le impuso la sociedad por infringir la ley.
José Moro fue condenado a ocho años de prisión por homicidio en grado de tentativa. Lo trasladaron hace 32 meses a la “tumba de los vivos”, un calabozo de seis metros de largo por tres de ancho, originalmente construido para albergar a 10 personas.
Sin embargo, en esa “caja de fósforos” conviven 23 detenidos, con un sanitario inutilizado por falta de agua y una ventana de medio metro que no sirve de ventilador, pero sí de escusado. Las heces las lanzan por ella al patio.
En ese espacio, de las dimensiones de una sala comedor de la casa de una familia de cinco personas, José duerme en el piso, en una colchoneta. Se siente afortunado si alguna noche le dan espacio en una hamaca. “No hay cama pa tanta gente”, es el pregón de los reos.
En los últimos años, el hacinamiento alcanza niveles preocupantes en las cárceles de la provincia de Panamá. Lo mismo ocurre en Coclé, Los Santos y Veraguas. El sistema penitenciario, supuestamente con capacidad para 14.591 reclusos, alberga actualmente a 21.523. Las estadísticas al cierre de octubre de 2022 revelan que la superpoblación está cercana al 50%.
José relata que en la penitenciaría en la que permanece recluido, el agua solo llega 30 minutos y, esporádicamente, dos veces al día. Cuando el grifo expulsa el líquido, empiezan los gritos. ¡Sí! Todos corren sin freno con sus envases de plástico para almacenar algo de agua para el único baño diario, que no sofoca el calor que producen los rayos del sol que penetran las paredes, el techo y el piso de cemento.
Antes el agua tardaba dos días en llegarles y, pese a que ha mejorado el abastecimiento, la calidad sigue siendo mala. Advierte que constantemente sufren de diarrea y lo único que pueden suponer –por la inexistencia de pruebas de laboratorio– es que el agua está contaminada y afecta sus organismos.
Las condiciones sanitarias en el penal son precarias. Los reclusos se las ingenian para hacer sus necesidades fisiológicas, en un retrete sin agua. Con papel periódico, colocado en el piso, o en bolsas plásticas recogen las heces del grupo de detenidos y lanzan el paquete por la ventana.
A esa práctica le llaman “capachos” (seguramente, porque así llaman en Colombia a un recipiente parecido a una cesta). Para allá va la orina y heces de los 23 reclusos que sobreviven en esa celda. “¡Hasta una cantina huele mejor!”, admite José, en un intento por describir los nauseabundos olores que impregnan su espacio en el reclusorio.
Irónicamente de allí surgieron los “capacheros”, reos que hacen trabajos de limpieza en el exterior del pabellón, para conmutar sus penas, que se esconde bajo la figura de “aseador interno”. Cada mañana y tarde un detenido toma un rastrillo y retira los desechos del centenar de reclusos del pabellón.
La educación tampoco es derecho de todos. No se mide por la capacidad ni por el desempeño, sino por el dinero que se mueve en forma clandestina en los centros penitenciarios. “Eso está reservado (la mayoría de las veces, porque hay excepciones) para los hijos de la élite carcelaria”, afirma José. Ellos esperan que les “aceiten” las manos.
Cifras suministradas por el Ministerio de Educación le dan la razón. El 16% de los detenidos está insertado en el sistema escolar que atiende primaria, secundaria o universidad. Eso a pesar de que el Instituto Nacional de Formación Profesional y Capacitación para el Desarrollo Humano ofrece cursos técnicos en las cárceles.
José es una de esas excepciones. Con todo y las barreras para educarse en la cárcel, José estudia. Asegura que entendió que el camino no es la delincuencia, sino la educación. Lo hace con sus recursos, con la ayuda de un teléfono móvil que logró ingresar a la celda, sin que ello represente un recurso para conmutar penas al no estar autorizado por un juez de cumplimiento. Así, en esas condiciones, está cerca de concluir sus estudios superiores. Prepara su tesis para convertirse en abogado.
Claudia Osiris Alvarado, abogada penalista, aseguró que también es escasa la oportunidad de trabajo para conmutar penas. Quienes han tenido la oportunidad de hacerlo, han pagado entre $1,000 y $1,500. ¿A quién? “A las autoridades”, aseguró la jurista.
Por lo general las solicitudes de evaluaciones permanecen guardadas en los escritorios de los funcionarios del sistema penitenciario, sin esperanza alguna. “Todo está ligado a la corrupción”, afirmó.
La seguridad penal del interior donde está detenido José, no es en ningún grado buena. Dentro impera la ley del más fuerte. Los detenidos tienen sus reglas, y quebrantarlas conlleva una golpiza. “No te pueden matar porque eso traería contratiempos legales”, sostiene José, pero los golpean sin que la seguridad se dé cuenta. Asegura que solo hay un custodio por cada pabellón de más de 100 detenidos.
Los golpes se suceden en silencio, en un escenario de gritos y relajos recurrentes. “No te golpean en la cara para evitar que los custodios se percaten de que hay una persona adolorida. Yo siempre bajo la cabeza, tenga o no la razón”, dice, explicando cómo enfrenta esos abusos.
En el penal se vive bajo el régimen de las bandas y los pandilleros. “Hay que respetar –señala– al general, al teniente, al subteniente y también al cabito que forma parte del escalafón del régimen militar del pabellón. Pobre de cualquiera que le haga una broma”. Así, en ese ambiente, los reclusos han “aprendido” a manejarse para eludir los golpes y, en el peor de los casos, la muerte.
José hace una pausa y advierte que no pasará su vida en el calabozo, donde conoció a Dios. Por eso envía un mensaje a los jóvenes: “La libertad es un regalo muy grande para perderla por una mala decisión”. Alza su voz con la esperanza de que su testimonio ayude a otros a poner un alto en su vida y evitar semejante calvario.
El testimonio de José se repite en otros centros penitenciarios de Panamá. Carlos está por cumplir cuatro de los cinco años de su condena. Ruega que el sistema le aplique libertad vigilada, después de haber cumplido más de las dos terceras partes de su castigo.
Jackeline, su madre, cuenta la historia. Voz quebrada, lágrimas, ahogan su grito: “¡Es inocente, es inocente!”. No tiene recursos y no puede pagar a un abogado penal que agilice los trámites para una libertad vigilada. “No tengo abogado porque aquí solo hay cárcel para los hijos de la cocinera”, exclama frustrada.
Su hijo cumple condena en un complejo penitenciario de la capital panameña. Pero eso no marca la diferencia.
La atención de salud es una “tómbola”, advierte Serafina, la madre de otro detenido llamado Javier. Revela que durante “la pandemia por la covid-19, hubo muchachos enfermos y ellos mismos tenían que buscar soluciones”.
En un video interno de la cárcel pública de Chitré, que circuló en 2020, un detenido alertó de un brote por coronavirus y a los detenidos no se les brindó atención médica.
Un informe reciente del Departamento de Estado de Estados Unidos sobre los Derechos Humanos en Panamá estableció que en 2021, a causa del SARS-CoV-2 “la atención médica en general fue inadecuada debido a la falta de personal, transporte y recursos médicos”.
La madre también sostuvo que las cárceles panameñas no ofrecen trabajo para conmutar penas, y que la educación sigue siendo selectiva.
El resultado de una investigación llevada a cabo por La Estrella de Panamá se presenta en una serie de reportajes que desnudan cómo las cárceles de Panamá están convertidas en cementerios, donde los detenidos son enterrados vivos.
Más del 50% de los delitos de las cárceles están relacionados con drogas y otros conexos como el pandillerismo y el tráfico, asociados de una forma u otra con la posición geográfica del país Eso influye directamente en la tasa de población carcelaria, explicó en una última entrevista que diera el fallecido Andrés Gutiérrez Bonilla, uno de los cinco directores del Sistema Penitenciario que ha tenido esta administración de gobierno (2019- 2022). Añadió que el incremento de la población penitenciaria se debe a muchos factores, en su mayoría complejos, que hacen que desahogar las cárceles no sea una tarea fácil. “Debemos considerar que Panamá se encuentra en el centro del continente americano, un continente violento, posiblemente el más violento del mundo”, dijo.
Así continuó explicando que al hablar de violencia en Latinoamérica, hay que hacerlo del narcotráfico y la llamada “guerra contra las drogas”, que en los últimos 50 años se ha convertido en uno de los dos o tres temas definitorios de las sociedades y su relación con el resto del mundo. El tema del narcotráfico está presente en la mayoría de los casos que atiende el Sistema Penitenciario, aseguró.
De acuerdo con World Prison Brief, la base de datos que brinda acceso a información sobre los sistemas penitenciarios en todo el mundo y se actualiza mensualmente usando en gran medida fuentes gubernamentales, Panamá es el segundo país de la región centroamericana con el mayor índice de población penitenciaria.
Panamá tiene 476 detenidos por cada 100 mil habitantes, uno de los índices más altos de la región, solo superado por El Salvador, con 605. Costa Rica, sin embargo, con 700 mil habitantes más que Panamá, tiene 301 reclusos por cada 100 mil habitantes.