La corrupción es un cáncer que corroe las instituciones. Un mal que carcome al Estado y al sector privado de tal manera, que ha terminado convirtiéndose en un fenómeno cuya cotidianidad da vergüenza. El destape de escándalos y judicialización de figuras de alto perfil, acusadas formalmente de actos de corrupción, es una señal positiva en la medida en que esos procesos se lleven conforme a la ley, y con el fin de proteger los recursos públicos. Son pasos que pueden ayudar a devolver la confianza de la ciudadanía en las instituciones, pero sigue siendo insuficiente. Combatir la corrupción también implica prevenir el delito, y una de esas medidas es que a las empresas condenadas en firme por corrupción se les prohíba licitar con el Estado. Inversiones emblemáticas como la Ciudad de Salud, el Metro o el saneamiento de la bahía, desde un inicio debieron estar blindadas para evitar que compañías salpicadas de escándalos de corrupción tuvieran un espacio en proyectos estatales. El Gobierno tiene que transparentar, de cara al país, todos los proyectos que son pagados con dinero del pueblo, antes de pensar en nuevas megaobras.

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