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- 05/11/2024 19:43
Un malestar en ebullición
Las convulsiones del malestar social tienen una forma de dejar huella en la memoria nacional. En retrospectiva, se convierten en los momentos a partir de los cuales el resto de la historia parece desenvolverse. Sin embargo, siempre están entrelazados con la posibilidad de que las cosas pudieran haber salido exactamente al revés.
¿Qué tal sí? se convierte en una pregunta inquietante. ¿Qué tal si el asesino del presidente Remón hubiera sido identificado in fraganti esa misma tarde del 2 de enero de 1955? ¿Qué tal si Arnulfo Arias hubiera resistido el golpe esa noche del 11 de octubre de 1968? ¿Qué tal si Omar Torrijos hubiera declinado el viaje en avión bimotor el 31 de julio de 1981? ¿Qué tal si la bala que mató a Manuel Alexis Guerra hubiera primero golpeado el cuerpo de Billy Ford el 10 de mayo de 1989? ¿Qué tal si?
Tal vez sea la colisión de la maldad y la suerte lo que hace que el resultado de un acontecimiento parezca a la vez predestinado y totalmente aleatorio. Pero el malestar ciudadano rara vez es aleatorio. De hecho, quienes estudian el tema con más asiduidad nos han estado advirtiendo durante años que ese malestar está aumentando, al igual que las posibilidades de que trascienda en violencia política.
Nuestra poca experiencia de violencia política puede oscurecer su verdadera naturaleza. La violencia destinada a lograr objetivos políticos, ya sea impulsada por la ideología, el odio o los engaños, es en términos generales predecible. Las condiciones sociales que lo exacerban pueden mantenerse a fuego lento durante años, de manera compleja, pero nada misteriosa. Una y otra vez a lo largo de la historia, y de hecho hoy, los períodos de violencia política coinciden con una ostentosa disparidad de riqueza, una desconfianza en las instituciones democráticas, una intensificación de la politiquería, un rápido cambio demográfico y una avalancha de discursos deshumanizantes sobre los enemigos políticos. Una vez que la violencia política se vuelve endémica en la sociedad, como lo ha sido en otras latitudes, es terriblemente difícil disolverla.
Siempre la violencia viene presidida del malestar social. La conversación toma prestada la retórica de la guerra, la gente construye su identidad no en torno a valores compartidos sino en torno al odio hacia sus enemigos. Y es muy fácil con nuestro entorno informativo actual pasar del malestar a la violencia. Las plataformas sociales están optimizadas para difundir noticias falsas y hacer daño a la honra y vida de los ciudadanos. Sus algoritmos recompensan los arrebatos emocionales, la especulación descabellada y la hostilidad desenfrenada, todo lo cual impulsa la interacción con sitios web que se benefician de la atención de los usuarios pero que no profesan un compromiso real con la precisión.
Los períodos de violencia terminan, pero no sin que primero se cercene las libertades personales o incluso sucedan acontecimientos trágicos lamentables. Gobiernos en todo el mundo tienen historial de responder brutalmente a la violencia política y de maneras que socavan los valores democráticos y desmantelan las libertades civiles individuales. Y en la mayoría de los casos, los líderes que han propiciado esta violencia son cómplices de perpetuar la zozobra, tratando de aprovecharla para sus propios fines.
Anteriormente he preguntado a algunos sociólogos y personas de mayor experiencia qué pensaban sobre los acontecimientos de 2023 cuando por más de cuarenta días los panameños fuimos testigos de un malestar ciudadano que estuvo muy cerca de degenerar en violencia política. ¿Qué tal si Dahlgren hubiera matado a más personas ese día en Capira y otros más hubieran seguido su ejemplo? De verdad, otro desenlace se hubiese producido.
Los próximos días en nuestro país serán cruciales. Es razonable preocuparse de que las constantes amenazas de salir a las calles a manifestarse en torno a las Reformas de la Caja del Seguro Social representan no el comienzo de un ciclo de disturbios, sino una escalada en una era que ya, en el pasado, ha visto a un ministro de Estado secuestrado, indígenas y maestros abaleados, transeúntes heridos y una Asamblea Nacional asechada por insurrectos. Es comprensible cierto grado de ansiedad, especialmente porque demasiados panameños están jugando con fuego y echando leña, permitiendo que ese malestar social que traemos de hace años justifique el inicio de una fase de violencia política.
La única manera de minimizar esta ola de desasosiego es pensar con calma y rechazar todos los niveles de violencia en nuestra sociedad, de palabra y de hecho. Esto no significa abstenerse del debate o no poder participar de la vida ciudadana. Requiere comprender los efectos nocivos de la violencia, el terror y la intimidación. Históricamente, los panameños no estamos acostumbrados a la violencia y mucho menos al derramamiento de sangre, y éste no es el momento para hacerlo. Panamá necesita que todos nos unamos y digamos basta al odio y al resentimiento. Llegó la hora de que arreglemos nuestras cosas pacíficamente y echemos para adelante.