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- 12/04/2023 00:00
La receta de los 505 y el fin de las protestas callejeras
Llegó encutarrado y mal vestido a una oficina pública. “¿Y usted quién es?”, le preguntaron. “Soy el representante de corregimiento de Chupampa Arriba”, respondió. “Ajá, ¿y?”. Fue la única respuesta que recibió.
Esta es la típica situación que enfrentan las personas electas por sus corregimientos para presidir la Junta Comunal, organización que, en teoría, defiende los intereses y soluciona los problemas de las comunidades. Pero en la práctica eso no ocurre, porque el presupuesto y los recursos para satisfacer las demandas de la gente están en manos de los diputados de la Asamblea Nacional. Así que, este representante de Chupampa, o de cualquier otro corregimiento del país, solo puede llamar al diputado de su circuito para que lo ayude a que las autoridades competentes lo volteen a ver. Si tiene éxito en la gestión, entonces aquel hombre encutarrado habrá hecho bien su papel de operador del diputado. Tristemente, él está allí nombrado para la promoción política del legislador y si éste no mueve un dedo para resolver los asuntos de la comunidad, a los ciudadanos solo les quedará cerrar calles para protestar por sus reivindicaciones.
El escenario era muy diferente en mis tiempos de ministro de Hacienda (1977-1981). Como funcionario del Ejecutivo, estaba obligado a atender a cualquier representante de corregimiento que se presentara, incluso sin previa cita. Por eso tenía en mi despacho una oficina especial para recibirlos y escucharlos. No había intermediación alguna para concretar las soluciones a cosas que generalmente eran pequeñas. “Que no hay agua”; “bueno, se le pone una turbina al pozo”. “Que el puente se está cayendo”; “bueno, se le hace uno nuevo”. “Que la escuela no sirve”; “se repara”. Y la simplicidad sigue siendo una característica de las inquietudes colectivas. Ahora mismo, cuando el problema más importante del mundo parece ser la guerra de Rusia contra Ucrania; para las comunidades más pequeñas la situación más importante podría ser que no pueden cruzar un río.
Esta forma de resolver los problemas acumulados por años de abandono fue implementada, en 1972, por el general Omar Torrijos, al impulsar la Asamblea de Representantes de Corregimiento. Para sorpresa de los enemigos del régimen, quienes calificaron a sus miembros como los “505 cholos” y los “505 ignorantes”, la metodología fue todo un éxito. Si bien es cierto que la mayoría no eran personas estudiadas, todos tenían sabiduría y gran liderazgo local. La gente los quería, los escuchaba y se dejaba guiar por ellos. Para reforzar esa fórmula, también se realizaba lo que llamábamos Consejo Provincial de Coordinación, que era una reunión entre el conjunto de todos los representantes de una provincia con el ministro que le tocara rendir cuentas. Junto con el Ministerio de Planificación, se establecían las prioridades de las diferentes solicitudes de los corregimientos y las fechas cuando serían atendidas, de acuerdo con la capacidad financiera del Estado.
Poco antes de la muerte de Torrijos, en la tarea de retornar a la plena democracia, comenzamos a buscar un mecanismo de elección de los diputados. Exploramos varias opciones para ver cuál se acomodaba más al país; entre ellas hacerlo dentro de la Asamblea Nacional de Representantes de Corregimiento, pero eso no funcionó. Lo que tuvo mejor resultado fue hacer elecciones provinciales en las que se escogían dos diputados por provincia. Pero con la desaparición del general, sus sucesores se empeñaron en “dejar descansar al muerto”; lo que en la práctica significó enterrar toda la institucionalidad desarrollada hasta entonces.
Fue así como, en 1983, Rubén Darío Paredes buscó consejo en nuestros adversarios políticos y ellos lo convencieron de regresar al sistema legislativo que existía antes del 68. Entonces se crearon los circuitos electorales que conocemos hoy día y la forma como se eligen los diputados. Estos legisladores poco a poco fueron determinando a qué corregimiento se le “ayudaba” y con qué proyecto, desplazando a los representantes y convirtiéndolos en sus operadores político-electorales. Las comunidades se quedaron sin voceros. Es decir, les cambiaron su método de hacerse sentir, la forma pacífica de protestar y conseguir soluciones para sus necesidades más urgentes.
Esta es la historia detrás de mi insistencia en eliminar los circuitos electorales y la receta que se usa para elegir a los diputados; quienes, hoy por hoy, solo velan por sus propios intereses y han instaurado la institucionalidad del clientelismo para recuperar el dinero que les costó su elección.
Si bien es cierto que no cambiaremos de un día para otro a la sociedad, que ya se acostumbró a la coimeadera, podemos empezar con un pequeño, pero contundente paso: que la Asamblea Nacional la integren dos diputados por provincia y uno por comarca. Tal y como se eligen los miembros del Parlacen, que sean nominados por nombre y apellido; postulados en una lista interna de partido, en la que estará de primero el más popular o quien más le interese al colectivo.
¿Quién le pondrá el cascabel al gato? Alguien que tenga el valor que tuve yo en mi momento para cambiar al país. Obviamente, ya no será en este quinquenio.
Lamentablemente, se perdió la oportunidad cuando se dio la Reforma Constitucional y el presidente Nito Cortizo se la mandó a la Asamblea Nacional tal cual se la presentaron. Ahí quedó engavetada. Al ser una iniciativa del Ejecutivo, ¿se podría interpretar como un golpe de Estado al poder Legislativo? No, si se hace legalmente a través de una consulta popular. A mi juicio, son tres los cambios necesarios: la forma como se eligen los diputados y los magistrados de la Corte Suprema de Justicia; así como balancear un poco más los poderes del Ejecutivo. Mi idea de referéndum está inspirada en el proceso que dio origen a la Constitución de 1946, la mejor que hemos tenido, según los abogados. Esa Carta Magna, que fue la base de la del 72, se logró porque Enrique Jiménez nombró un grupo de juristas que redactó el documento que se presentó al país para su aprobación.
En lo personal, estoy en contra de hacer una Asamblea Constituyente, porque, tal y como están las cosas, serían electos los mismos que han pervertido el sistema y terminarían haciendo una Constitución para su único beneficio.
Al cambiar la fórmula como se eligen los diputados -dos por provincia (que daría un total de veinte) y uno por cada comarca (que serían cinco)-, pasaríamos de setenta y dos curules a veinticinco. No solo pondríamos fin al enorme gasto que requiere la operatividad de la Asamblea, sino que se acabaría la coimeadera y los diputados quedarían únicamente para hacer lo que deben hacer: legislar. El representante del corregimiento de Chupampa Arriba dejaría de ser un florero, al que ni flores le colocan. Ni a él, ni a sus homólogos, le seguirían condicionando sus proyectos. Al recuperar su papel de intermediarios entre el Estado, el Gobierno y la comunidad, la gente tendría más posibilidades de hacerse oír y sentir SIN necesidad de cerrar calles y carreteras. Sin duda, un objetivo-país que debería estar entre las prioridades del próximo Gobierno.