• 25/04/2014 02:01

El nuevo pecado capital de las marcas

Sucede a diario, en la esquina de cualquier metrópoli moderna. En la entrada de un restaurante, en el banco de una plaza o en una...

Sucede a diario, en la esquina de cualquier metrópoli moderna. En la entrada de un restaurante, en el banco de una plaza o en una estación del metro.

Las migraciones y los profundos cambios sociales de las últimas décadas, han comenzado a borrar incluso cualquier diferencia geográfica que hubiera podido existir en el pasado. Lo mismo en Londres que en Hong Kong, en Panamá o en San Francisco.

Quizá los barrios más humildes sean el último bastión de la resistencia humana, aun cuando sus tristes consecuencias ya estén merodeando por allí, especialmente entre una juventud egocéntrica y desencantada.

Un anciano con una pierna amputada, ayudado por un par de viejas muletas, zigzaguea como puede entre el tráfico plagado de carros, mientras trata de conseguir algo, una limosna o un mendrugo que le permita sobrevivir.

Los vidrios oscuros de los carros se convierten en una formidable barrera para sus conductores, una antígeno implacable contra una realidad que no se quiere ver.

La gran mayoría prosigue su camino impertérrita, absorta en su mundo paralelo. La música que eligieron escuchar, las noticias de la radio o la fútil llamada por celular acaparan toda su atención.

En definitiva, la Indiferencia campea por doquier. Vivimos más conectados con la aplicación que nos permite ver la foto más reciente de nuestro ídolo pop, que con lo que sucede justo en frente de nuestras narices.

La Indiferencia, el estado de ánimo en el cual no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, objeto o realidad determinada, es el nuevo pecado capital de las sociedades modernas.

Es mucho más cruel que otros pecados sobre los que se han escrito miles de diatribas. Demuestra frialdad, insensibilidad y desinterés por la gente que nos rodea; anestesia los sentidos hasta el punto de dejar solo una cosa omnipresente: el yo.

George Bernard Shaw, escritor irlandés ganador del Nobel de Literatura en 1925, dijo que ‘el peor pecado para con nuestras criaturas amigas, no es el odiarlas, sino ser indiferentes con ellas; esa es la esencia de la inhumanidad’.

Sin embargo, no quise escribir este artículo para pontificar sobre el tema desde una perspectiva moral; cada uno de nosotros sabrá lo que hace o deja de hacer para cambiar esta realidad.

Más allá de reconocer que estaríamos un poco mejor si todos (me incluyo primero en la lista) fuésemos más solidarios, quisiera fijar mi mirada en la forma en que las empresas privadas están manejando el tema.

No solo porque el ‘marketing’ y el mundo de las marcas es mi métier, sino porque hay una realidad insoslayable que los ejecutivos de las empresas parecen olvidar: la persona que recibe en la calle un pedido de ayuda por parte de un indigente, se cruza de manera fortuita, no intencional, con el mismo.

Si bien dicha persona tiene la obligación moral de ayudar al indigente, no ha buscado ese encuentro, ni está intentando lograr una contra-prestación por darle esa limosna. Por lo tanto, podría ayudarle o no, pero no ha buscado al indigente ex profeso para venderle algo.

Las marcas, por el contrario, buscan de manera activa, metódica y planificada llegar hasta sus potenciales clientes. Utilizan todos sus recursos económicos, su conocimiento logístico y comercial, para contactar a la mayor cantidad posible de clientes, la mayor cantidad de veces, en el menor tiempo posible y al menor costo posible.

Las marcas quieren formar parte activa en la vida diaria de sus clientes. Muchas buscan ser incluso omnipresentes: estar en cada uno de los puntos de contacto en los cuales un consumidor podría considerar relevante el uso o consumo del producto o servicio de la marca.

Un viejo maestro me enseñó hace unos veinte años que la ‘velocidad para ocupar espacios físicos estaba siendo mayor a la velocidad para ocupar espacios mentales’. Las marcas quieren ocupar todos los espacios físicos, cercanos a los consumidores, antes que su competencia lo haga. Quieren más espacios en los anaqueles de supermercado, más espacio en los ‘malls’, más espacio en las calles.

Dentro de un sistema capitalista, no es reprochable que una empresa o marca busque de manera consciente ocupar más espacios para estar más cerca de sus potenciales clientes.

Lo que sí es altamente reprochable es que esa omnipresencia muchas veces sea indiferente a las necesidades de los consumidores, sus familias y sus comunidades. Una marca no puede pretender formar parte indisoluble en la vida de un consumidor y, a la vez, mirar hacia otro lado en el momento en el que la persona tiene una necesidad concreta.

Uno podría disculpar a la persona que decide no darle un poco de dinero a alguien necesitado; pero el cinismo de una marca que pretende simplemente vender sus productos sin dar nada a cambio, tarde o temprano recibirá como respuesta, la indiferencia de la gente.

Las marcas, por la naturaleza de su accionar, por el solo hecho de salir a buscar consumidores para sus productos o servicios, tienen la obligación de no ser indiferentes a las necesidades de las comunidades donde se insertan.

Deben consultar, investigar, estar al tanto, escuchar permanentemente lo que la gente necesita. Y responder, en la medida que puedan, a resolver sus problemas.

No se trata de suplantar al Estado; nadie pretende que una empresa privada solucione por sí sola, por ejemplo, todos los problemas de salud o seguridad públicos. Pero sí deberían existir aportes concretos de las marcas para ayudar a resolver —o aunque sea mínimamente paliar— esas carencias.

Lo contrario de la indiferencia es la preferencia. Preferir algo, interesarse por la realidad circundante y tomar posición. En el caso de las marcas, es preferir a la gente, tener pasión por la gente.

Tener pasión por sus consumidores, pero también por sus colaboradores, por sus vecinos y la comunidad. Solo así los consumidores les permitirán formar parte de su vida. Solo así podrán resistir el paso de los años.

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