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- 27/05/2024 23:00
Nada de parches ni remiendos; constituyente originaria ya
Dijo el Señor: Si uno escucha estas palabras mías y las pone en práctica, dirán de él: “Aquí tienen al hombre sabio y prudente, que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se arrojaron contra aquella casa, pero la casa no se derrumbó, porque tenía
los cimientos sobre roca”. (Mateo 7:24-25. Editorial Verbo Divino, España,1995).
Contrario, pero respetando opinión adversa, creo que no hay valores absolutos ni absolutas realidades. Para nosotros, todos los términos de la existencia humana son incuestionablemente relativos y, por demás, circunstanciales, y que, como argumenta el pensador alemán Erich Fromm (1900-1980), “nacemos sin nuestra voluntad, y nos vamos contra nuestra voluntad”. Creo en las mudanzas del tiempo y comparto plenamente con Ortega y Gasset que “la realidad de la muerte se reduce a la tristeza que experimentan los supervivientes”.
Ahora, a lo nuestro. Después de considerar o, sencillamente hojear, el contenido definitorio de las palabras democracia, independencia, soberanía y justicia, es evidente que ninguna interpretación de ellas sustancian el desarrollo institucional del Estado istmeño, por más que aparezcan magistralmente ofertadas por nuestra retardataria Constitución Nacional; desfasado el fondo, oropeles la forma. Nunca como hoy reverdece tan vigoroso el leitmotiv colonizador “la ley se acata, pero no se cumple”. A
pesar del extraordinario progreso científico y tecnológico actual, la extensión e intención de aquellos conceptos oscilan agónicos entre los áureos dólares y el intríngulis que sazona la partidocracia cuando se posesiona del poder político - financiero gubernamental. Este y aquellos acortan y aumentan, contraen y dilatan, bajan y suben, según los hombres y las circunstancias. A los “Billy the Kids” y a los “John Dillingers” los transforman en émulos dimensionados del modélico Hermano Asís; decapitan, desdoblan o volatizan códigos y leyes al gusto del remunerador o del faraón palaciego de turno; así,
bajo la capa de solemnes honrados, pontifican a inescrupulosos rufianes, trayendo a la mente el proverbio napolitano que reza: “El pescado empieza a apestar por la cabeza”.
Habría que ser un cándido y risueño infante o un venático rousseauniano, haberse empadronado en la luna o, simplemente, tener la cabeza prestada sobre los hombros, para pensar que en Panamá vivimos en democracia, que somos independientes, soberanos altivos y que, finalmente, hemos disfrutado de la panacea de gobiernos justos.
Nuestro secular basamento histórico, político y económico, omnipotente e inamovible preserva y perpetúa, sin remordimiento alguno, el statu quo opresor, vigorizado, hoy más que nunca, por la aberrante e inhumana alienación propagandística: “En esta nueva civilización el bienestar se ha convertido en dios y la publicidad, en su profeta”, advierte Lipovetsky.
El pasado arcaizante hispánico, el tornadizo intermezzo colombiano y el estandarizado presente estadounidense - columna vertebral de la globalización mundial de la economía de los capitales y la cultura - se articulan osmótica y armoniosamente para hacer de nuestro liliputiense país un Estado antidemocrático, dependiente a ultranza, satelital y, por sus frutos gubernamentales, satánicamente injusto; todo como resultado de un deletéreo orden colonizador, cuerpo, mente y espíritu, que lleva en su unívoca esencia el estigma depredador del endiosamiento del adinerado, aunque ausente de
pensamientos evangélicos, sobre el común desposeído; simplemente del rico sobre “el pobre”, del “hombrón encorbatado sobre el ciudadano modélico, la vulgarizada mediocridad sobre la superioridad moral e intelectual”.
Toda esta deshumanizada conducta y no menos mefistofélico amasijo farisaico, aupado por vericuetos constitucionales que, impregnados y rezumantes de una especiosa justicia, no dejan de ocultar los rasgos caracterológicos de una sociedad adocenada a la que se le ha impuesto a la fuerza la modernidad septentrional, conjunto societario carente aún de auténtica autonomía económica y, sobre todo, lo más deplorable, de una ecuménica vitalidad educativa que nos impide abandonar los estribos. ¿O es que
se puede creer supinamente que el uso generalizado de computadoras, celulares e Internet, como el “ábrete sésamo” de Las mil y una noches, nos transformará en ciudadanos de países altamente desarrollados?, olvidando que dicho avance aparente en materia de ordenadores y otras sutilezas futurísticas aún no han contribuido a disminuir el porcentaje de miseria, pobreza endémica, delincuencia e inseguridad pública que agobia a la mayor parte de la población istmeña. ¿Qué ha hecho la democracia, la independencia, la soberanía y los gobiernos justos por aquellos hundidos jirones de patria nuestra y por sus agónicos hijos?
No se trata de actitudes fatalistas traídas de los cabellos, ni siquiera se trata de inclinaciones personales de corte “izquierdizante”, que muy poco respaldo obtienen en esta sociedad históricamente concesionaria y controlada por los “pesos” (28 de noviembre de 1821) y los “dólares” (3 de noviembre de 1903), aunque no dejo de entender los estragos de la Guerra de los mil días, sin embargo, de continuar la dirección del Estado panameño secundado por el mismo modelo político del pasado, auguramos un futuro muy incierto y, profetizamos, funesto, porque la única ruta segura y liberadora es la del cambio de mentalidad, logrado mediante una bien llevada y consensuada transformación de la realidad educativa istmeña, porque, de lo contrario, continuaremos por los mismos cenagales de auténtica mediocridad formativa, como jamás imaginó el sudamericano José Ingenieros o nuestro Manuel José Hurtado. Y, lo más peligroso y deplorable sería que el nihilismo, sin proponérselo, terminará apoderándose del modus vivendi istmeño. Todo lo dicho, enmarcado en esta axiomática verdad: “La naturaleza humana está históricamente condicionada por la época”. Por ello, precisamos de una auténtica y remozada constitución que, si bien no será la varita mágica para la solución de los problemas nacionales, al menos podrá colocar, en su justo lugar, la institucionalidad estatal.
Concluyo como inicié. No hay valores absolutos ni absolutas realidades: democracia circense, independencia genuflexa, soberanía idílica y justicia cavernaria. En fin, nada de parches ni remiendos para hilvanar las alcanforadas colchas de nuestras laboriosas abuelas azuerenses. Constituyente originaria ya.
“... La casa no se derrumbó porque tenía los cimientos sobre roca”. Por ello, comparto con Goethe: “Solo merece libertad y vida quien diariamente sabe conquistarla todos los días” (Fausto, parte II, acto IV, escena VI).