Así se vivió el emotivo funeral del papa Francisco. El evento reunió a mas de 200.000 personas en la Plaza San Pedro, con la presencia de 130 delegaciones...
Un inventario de los logros obtenidos por la corrupción política en Panamá, revelaría los niveles del desarrollo alcanzado por este fenómeno social, especialmente durante las tres últimas décadas. Pero, en los tres últimos lustros, más que conocer el alcance, sus manifestaciones, los posibles y necesarios remedios, las cúpulas políticas de nuestro medio han insistido más en manipularla, en utilizarla para engañar.
En los últimos años, los gobernantes han procurado evitar que se le preste una atención seria, responsable y crítica a la corrupción política para combatirla y han logrado que muchos de los interesados en el imperio de la ley y en una mejora del funcionamiento del sistema democrático no vean el peligro que representa este problema real, calificado de “endémico en todas las formas de gobierno”. Lo que sí han logrado desarrollar desde sus posiciones gubernamentales —los unos y los otros— es utilizar la corrupción política para arremeter con criterios cada vez más oportunistas y cínicos, como lo demuestra a diario el discurso de los voceros de la partidocracia.
Las denuncias ciudadanas de variopintos actos de corrupción política que se han dado, tienden a incrementarse por la conducta deshonesta de los actores públicos. Y aun cuando los estudiosos admiten que en las dictaduras la corrupción es tendencialmente más intensa que en las democracias, resulta ser que en Panamá —aquí y ahora— la impresión (percepción) de la mayoría de la población, es que “ahora hay más corrupción que antes”. La realidad es que la ausencia de un verdadero Estado democrático de Derecho, el mantenimiento y defensa de las estructuras y procedimientos políticos impuestos durante la dictadura y su idolatría a la matriz local de corrupción política que es la Constitución militarista vigente, contribuye a la “percepción” y a la realidad.
La corrupción —dice Robert Klitgaard— distorsiona la asignación eficiente de bienes, introduce externalidades negativas, rompe la confianza económica, crea situaciones innecesariamente aleatorias, mina los criterios de mérito y economía, distorsiona el sistema de incentivos, crea castas de buscadores de rentas fáciles, desvía recursos hacia actividades improductivas.
Todo eso lo saben perfectamente los que han enajenado la cosa pública y ejercido funciones rectoras y directivas en los órganos del Estado. Lo saben, pero no les importa, no les interesa porque dentro de su “vocación política” no existe aquella moral de la responsabilidad, supuestamente connatural al político y de la cual hablaba ante una Asociación de Estudiantes de Munich, en 1919, Max Weber.
Si en algo existe “consenso” entre la casi totalidad de los políticos que han tenido o tienen a su cargo la cosa pública, es el haber hecho de la actividad política una mera representación y así poder apoyar y apoyarse con mayor cinismo —por acción u omisión— en la corrupción. Es ese ambiente “consensuado” donde las cosas que dicen o hacen, “carecen del respaldo de las convicciones, obedecen a motivos y designios opuestos a los confesados explícitamente por quienes gobiernan, y donde las peores picardías y barrabasadas se pueden justificar en nombre de la eficacia y el pragmatismo”.
En “La corrupción política”, el catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, Francisco Laporta, nos enseña que “la corrupción genera, sobre todo, un particular sentimiento de enajenación y cinismo que tiene consecuencias directas en términos de inestabilidad política y desconfianza hacia el sistema y consecuencias indirectas perversas: la percepción del fraude a las leyes induce en los ciudadanos la actitud pícara del que trata de escaquearse o encontrar atajos al margen de la ley, con lo que los esquemas generales de cooperación política, social y económica se resienten y los gobernantes se ven obligados a redactar más normas, más procedimientos y cautelas, que llevan directamente a la sobre-regulación, que es, a su vez, un caldo de cultivo de la corrupción”.
En “Un país al margen de la ley” (Buenos Aires, 1992), Carlos Nino nos dice que la corrupción produce la “anomia boba”, que es aquella conducta evasiva de las reglas que produce, en términos generales, ineficiencia social y también en términos de satisfacción de los intereses particulares de los mismos que evaden las reglas, porque el costo que pagan esos agentes por actuar en un medio imprevisible y bribón acaba afectando a su economía por la cantidad de recursos innecesarios y precauciones estúpidas que es preciso utilizar para moverse en él.
Alteraciones fraudulentas de documentos públicos, arreglos, colusión privada, especulaciones financieras con fondos públicos, extorsión, fraudes malversaciones, nepotismo, parcialidad, soborno, uso de información privilegiada, son algunas de las prácticas cotidianas a las que hemos sido y somos sometidos, por muchos de los que ejercen cargos oficiales y han olvidado por completo sus deberes posicionales. En algo contribuiría recordarles que la corrupción, además de ser un acto de deslealtad o hasta de traición, es un delito que implica la violación de alguna decisión por parte de un decisor y que “tanta culpa tiene el que mata la vaca, como el que le agarra la pata”.