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- 10/06/2022 00:00
Inflación y democracia
La inflación, en breve, la espiral ascendente de los precios de bienes medida por el índice de precios de consumo, es una de las principales fuerzas que desafía actualmente la estabilidad de la democracia panameña porque cercena el nivel de vida de la mayoría.
Se estima que el riesgo de que el fenómeno inflacionario, el más pronunciado y no visto desde los años setenta, se prolongue por varios años. Hay dos generaciones de panameños que no lo han vivido por haber nacido o ser apenas niños en los años setenta del siglo pasado. Hay, sin embargo, diferencias entre lo vivido en esa época y la actualidad, como lo ha destacado David Malpass, presidente del Grupo del Banco Mundial: el dólar, débil en los setenta, hoy es fuerte; los precios del petróleo se cuadruplicaron entre 1973 y 1974 y se duplicaron entre 1979 y 1980; hoy los precios del petróleo, ajustados a la inflación, son 2/3 de lo que eran en 1980 y el estado de las finanzas de la principales instituciones es robusto, a diferencia de esa época (“The Supply Solution to Stagflation”, Project Syndicate , 7 de junio de 2022).
Es una constante histórica que desde el colapso de la República de Weimar y el ascenso de Adolfo Hitler y el fascismo en Alemania (Martin G. Geyer, “The Period of Inflation”, en Oxford Handbook of the Weimar Republic, 2021 ), elevados niveles de inflación (hiperinflación) son un peligro para la estabilidad de las instituciones democráticas. Ese fenómeno también se ha vivido en la América Latina, sobre todo en países del sur de nuestro continente como Argentina ,Brasil, Chile y Perú en los cuales después de la caída de las dictaduras militares en esos países el control de la hiperinflación fue clave en la reelección de los presidentes Menem, Cardozo y Fujimori.
Desde luego, la inflación en Panamá según cifras oficiales se mantiene debajo del 4% , ciertamente sentida en el precio de muchos bienes y servicios, y lejos de la experiencia de hiperinflación sudamericana de otras épocas. Recuerdo en una visita a Buenos Aires en 1983 que en una estadía de diez días el personal del hotel ingresó cuatro veces a mi habitación para cambiar la lista de precios del minibar, los precios de los artículos en el supermercado que visitaba estaban en unidades y la cajera al pagar tenía la lista del valor monetario de cada unidad, lista que cambiaban casi a diario: una inflación de 343% es difícil de imaginar en nuestro país, vinculado al dólar, lo que ha permitido una estabilidad relativa de precios. Sin embargo, mal de muchos consuelo de tontos de allí las protestas en nuestro país sobre el precio de la gasolina , los alimentos y medicamentos.
La inflación, el grave desempleo generado por la pandemia, la violencia arbitraria de la criminalidad y la decadencia de las instituciones políticas por la rigidez de las normas para facilitar cambios y su captura por intereses particulares y la debilidad de los controles del poder con sus secuelas (corrupción y deterioro de las libertades públicas durante el confinamiento por la pandemia) son todos factores que explican nuestro innegable malestar social.
Me temo que tal malestar colectivo lo agrava la ocupación del espacio público no por voces moderadas y sensatas sino por charlatanes, exaltados y demagogos apegados a una cultura clientelista y de descalificación. Esto fue capturado en un poema escrito en 1919 por el irlandés, premio Nobel de Literatura, William Butler Yeats: “el centro cede… los mejores no tienen convicciones y los peores rebosan de apasionada intensidad” (The Second Coming). No debemos convertirnos en la república de los peores.
Ante el deterioro del poder adquisitivo de las clases populares y medias causado por la inflación la respuesta estatal ha sido la de una política de subsidios con múltiples componentes. Ello en adición a los programas de las instituciones que integran nuestro Estado de Bienestar, que van desde la seguridad social hasta la ayuda a los desempleados y trabajadores informales que son ya casi la mitad de nuestra fuerza laboral (47% de ella) y la legislación laboral. No creo que estas respuestas estatales sean erradas, pero hay que racionalizarlas y asegurar su sostenibilidad con un robusto crecimiento económico, hoy ya no solo impulsado por los servicios sino por la recién explotada riqueza mineral.
La expansión de nuestro estado de bienestar en una democracia liberal debe hacerse con moderación y la aceptación, en feliz frase del filósofo E. Kant, que “de la madera retorcida de que está hecha la humanidad no puede construirse nada enteramente recto” (citado por Isaiah Berlin, The Crooked Timber of Humanity, 1991, página XI).
Al fin y al cabo la moderación es una de las virtudes de una democracia, como lo destaca el politólogo Francis Fukuyama es su más reciente obra (Liberalism and its Discontents, Londres, 2022, página 154). La moderación tanto de la acción estatal como del discurso público fueron resaltadas según este autor desde el pensamiento griego de la antigüedad pero “ha sido descartada en los tiempos modernos… ella requiere autocontrol, el esfuerzo delibrado de no perseguir lo utópico ni exaltar desmedidas pasiones … pues un orden democrático fue establecido, entre otras cosas, para controlar esas pasiones y aceptar un conjunto de límites tanto en la acción individual como colectiva” (mi traducción).
Mi impresión es que la situación de nuestra democracia no va a mejorar en el corto plazo. Quizás un renovado crecimiento económico, una baja de la inflación. el proceso electoral que se avecina, el abatimiento de la pandemia y la moderación de nuestros actores sociales ayuden a mejorar las condiciones de vida de las mayorías, nos permitan recuperar la esperanza mesurada en que las instituciones y quienes las dirigen respondan a nuestros ideales y podamos superar esta época de desencanto.