• 22/07/2022 00:00

Hartazgo constructivo

Mi memoria no alcanza a registrar, después de aquel generado tras la Invasión de 1989, un nivel de incertidumbre tan alto como el que vivimos.

Mi memoria no alcanza a registrar, después de aquel generado tras la Invasión de 1989, un nivel de incertidumbre tan alto como el que vivimos. Esta dosis exacerbada junto al hartazgo acumulado en años de corruptelas y desencantos han dado en formular un cóctel dinamita, catalizado, quién lo duda, por una pandemia capaz de estremecer las estructuras más robustas de cualquier país en marcha. Pues bien: Nos estalló «la» bomba. Pero, lejos de querer propiciar un efectismo alarmista, la frase es un llamado a recoger los escombros pulverizados de la conciencia y pegarlos otra vez.

Ninguno de los gobiernos posinvasión ha estado a la altura de las circunstancias. Ninguno. Y no han estado a la altura por la sencilla razón de que funcionan en un sistema podrido desde la raíz, controlado por poderes ya cínicamente visibles; circo mediante, eso sí, para, pese a su cinismo, guardar las apariencias que nuestra «democracia» demanda. Pero estos gobiernos suben y bajan con nosotros como aliados, atragantados por los eslóganes famélicos que los genios de la propaganda lanzan a nuestras emociones cada cinco años; por los jamones navideños, las hojas de cinc, los bloques, los puestos en la planilla estatal para la familia. Hay un insostenible problema de moral tanto como de estructura. La terquedad de permanecer en este engranaje canalla nos viene saliendo cara, desde hace lustros; incluso ahora a los mafiosos intocables, a quienes la revuelta les puede resultar peor de lo que esperan.

Por otra parte, voluntades ciudadanas ha habido muchas con el objetivo de ir buscando, y ojalá encontrando, mejores caminos; pero las acciones de ciudadanía han distado, y distan, de estar a la altura de las exigencias de una vida cada vez más compleja en lo social, lo cultural, lo político y lo económico. Hay dobles y hasta triples discursos en la corriente ciudadana, algunos de ellos saboteando casi todos los intentos. Por un lado, está el peor: el discurso del silencio, la indiferencia, la omisión; del que participamos como si esto no fuera con nosotros. Por el otro, el discurso del lobo con su apestosa piel de oveja, emitido por el hampa del juegavivo, que saca sus colmillos una vez sus lobeznos se aseguran ciertos predios en la estepa del «progreso». Por último, está el de la acción, tantas veces mal canalizada: con ráfagas de fuego amigo quedan enfrentándose ciudadanos contra ciudadanos, cosa que los titiriteros del sistema quizás miran con verdadero éxtasis.

Es este el discurso en el que nos debatimos ahora. Un discurso actuante cuyas premisas son harto plausibles en la mayoría de los casos, puesto que los reclamos que lo activan están justificados en la más soez desigualdad. Pero seguimos cojeando del mismo pie. Nos vemos arder escandalosamente bajo el bombazo, y clamamos por curitas, cuando lo que requerimos, además de recoger los escombros de nuestra ira ya trocada en violencia, que se unen a los de la detonación mayor, es pensar bien, aliarnos en la indignación aunque con la mente fría, volcarnos a la negociación razonable, con el corazón diestro y el trasero apretado, proponiendo con adultez y no dejando el pliego de peticiones o proposiciones tirado en la mesa a la primera de cambio, como niños acostumbrados al berrinche. Persistir, en suma, con método, día tras noche. Esto es, desenredar la madeja y no apelmazarla o desflecarla con los arañazos de un gato malcriado en tensión.

Lo sé, se dice fácil, y es el reto más grande. Sé, así mismo, que del lado del poder sistémico y corrupto las intenciones son, por lo general, altaneras cuando no demagógicas. También sé que sin las necesidades básicas cubiertas nadie negocia bien, porque hay una ceguera temporal inducida e imprudente, que llama a la imprudencia. Es aquí donde entra la socorrida solidaridad. Algunos casos de buena praxis se están viendo por estos días en grupos de ciudadanos organizados en vigilia. Pero, ¿eso será suficiente? En el primer descuido, me temo, sin los liderazgos adecuados, aquello se quedará en un convivio de calles; si es que no degenera antes en represión, heridos, pérdidas humanas.

La solidaridad a la que me refiero debe empoderar a los mejor capacitados para el diálogo, sin compras bajo la mesa, ni concesiones bajo amenaza. La solidaridad a la que me refiero debe residir en llamarnos nosotros mismos, los ciudadanos, al orden, sin dar pie a que un grupo de antimontines venga a gasearnos con pimienta las vías respiratorias, o a perdigonearnos la carne. Debe estar en no vandalizar patrullas, ni colegiales, ni metrobuses, ni permitir la infiltración de agentes vandalizadores en las protestas, ni aupar fuerzas de choque entrenadas a la sombra por el sistema. Debe estar en no dar razones para que se nos vuelva a aplazar la verdadera reunión de consenso que, como mínimo, trace el mapa cierto, la hoja de ruta constante y sonante que todos los sectores afectados reclaman. Sin olvidar que nada bueno se rehace en un día.

El oxímoron hartazgo constructivo es más que una figura retórica. Es un resorte activado desde el agotamiento para recoger los escombros de la bomba y los escombros de nuestra ira mal dirigida; limpiar sin miramientos y con todos los recursos que la buena ley nos permite, la casa de alimañas, a todos los niveles, visibles e invisibles. Es, nunca demasiado tarde, vivir una conducta azul, aquí, ahora, con las manos limpias, los estómagos sin hambre, los techos sin agujeros sobre nuestras cabezas y el cielo, ese sí, abierto para nuestros sueños alcanzables, como lo quería el poeta José Franco, el célebre autor de «Panamá defendida», quien se quejaba de que a Panamá no la defendía nadie. Es hora de hacerlo. Por ella. Por nosotros sus hijos. Con propiedad.

Escritor

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