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“Sin gente que las defendiese, serían sus fortificaciones unos cuerpos sin alma o unos esqueletos sin vida”, (José Martín Félix de Arrate y Acosta, s.XVII).
El s. XVIII significó para España la constante reafirmación de su condición de potencia ante el desafío de británicos, holandeses y franceses. El escenario no era únicamente europeo y pronto las luchas se trasladaron a América Latina -particularmente en el Caribe- y el Asia. La producción de buques en la Península no era suficiente para cubrir las pérdidas por efecto de la naturaleza (vendavales y tornados), de naufragios por impericia y de hundimientos acontecidos en los combates. En consecuencia, se produjo una decreciente presencia naval en las aguas de la América española. Reichert (2020) señala que “por ello se emprendió un gran proyecto de construir y modificar fortificaciones en las Indias, sobre todo en la región del Gran Caribe, donde para mantenerlas se necesitaban recursos humanos y monetarios”. En grandes líneas, el proyecto significaba que Centroamérica proveyese la mano de obra y que el oro y la plata viniesen del Perú y Potosí a través de Panamá. El virreinato de Nueva España tenía sus propias urgencias y se pensaba que la producción local podría solventarlas sin atentar contra las remesas a la Metrópoli. Imponerle un esfuerzo adicional para solventar las obras en el Caribe se consideró antieconómico. Dispuestas así las cosas, el Tribunal del Consulado en la Ciudad de los Reyes (Lima) tuvo que ingeniárselas para financiar las propias necesidades defensivas del virreinato peruano -lo que incluía la flota del Mar del Sur- y separar una parte de su recaudación para apoyar las tareas militares en infraestructura en el Caribe (drama aparte era el retraso de los “situados” o dinero para el pago de la tropa). El agotamiento de las arcas fiscales peruanas cuando en 1808 empiece el proceso independentista sudamericano -el virrey Amat armó con ese dinero todas las fuerzas que combatieron a los patriotas en Quito, Guayaquil, Buenos Aires y en el interior de la tierra de los incas- tendrá consecuencias concretas en la resistencia bélica que encontraron las fuerzas de los Libertadores San Martín y Bolívar al llegar al Perú en 1820 y 1823 respectivamente.
Durante cerca de noventa años (1700-1789) hasta el inicio de la Revolución Francesa y el levantamiento de Tupac Amaru II en las cercanías del Cuzco (Perú) en 1780, la Corona destinó más de trescientos ingenieros militares de la Península para labores en el Continente americano (Moncada, 2011, citado por Raffo 2024).
Sobre el particular, Reichert (2020) menciona como estudios introductorios las investigaciones de Webre (1987) con “Las compañías de milicia y la defensa del istmo centroamericano en el siglo XVII: el alistamiento general de 1673” donde se presenta el estado de armas en Guatemala y su operatividad; y Hoffman con “El desarrollo de las defensas del Caribe, siglo XVI y principios del siglo XVII” donde analiza la estrategia defensiva de los territorios americanos en caso de una pérdida de la flota.
Una de las primeras levas latinoamericanas se produjo en el entonces territorio del virreinato de Nueva España en octubre de 1657 cuando 400 hombres de ciudad de México y 200 de Puebla y Veracruz se unieron a la expedición que, desde La Habana, pretendió recuperar Jamaica para la monarquía española. En ese esfuerzo también participaría un pequeño contingente de reclutas procedente de Nazca y Cuzco en el virreinato peruano que fueron enviados vía Panamá al Caribe. Lamentablemente la casi totalidad de estas fuerzas fueron aniquiladas por los británicos en la batalla de Río Nuevo (Reichert, 2009).
Marchena (1985) sostiene que, durante el período de los Austrias, “en el siglo XVII la mayoría de la gente de guerra y obreros militares que venía desde España era originaria de Castilla y León, Andalucía, Extremadura y Castilla la Mancha. El aporte peninsular de recursos humanos para el sistema defensivo de las Indias (fortificaciones) fue aproximadamente de 80%”. Esta proporción cambia con los Borbones que inician su reinado en el s. XVIII. Estos porcentajes de invierten, solo el 20% de la oficialidad y capataces de obra será peninsular frente a un número cada vez mayor de soldados y obreros latinoamericanos, italianos, portugueses e irlandeses (Thompson, 2003).
Está poco estudiada la fuerza laboral incorporada al sistema defensivo de las Indias durante el siglo XVIII. Los trabajos de Reichert (2020) brindan indicios acerca de su composición. Esa mano de obra reparó (y amplió en el caso de La Habana) las fortificaciones del Caribe que fueron las últimas en resistir el embate de la ola libertaria y revolucionaria de inicios del siglo XIX. No deja de tener un sabor de amarga ironía que el oro incaico prolongase el control de la Corona sobre parte del Caribe español cuando el resto del continente ya era independiente.