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- 26/03/2025 00:00
Siguiendo un guion preestablecido, el presidente Donald Trump agrede ferozmente el sistema nervioso de miles de extranjeros radicados en Estados Unidos bajo la condición de “libertad condicional” o parole, una invención migratoria para intentar infructuosamente poner orden a un éxodo descontrolado que se inició en la periferia sur africana y creció como la hierba mala hasta las praderas americanas.
En pleno siglo XXI, cuando el mundo marcha de forma inexorable a una nueva era en busca de un mundo mejor que se sabe sí es posible, en el cual necesariamente se perfeccionará la convivencia humana para evitar un holocausto, Trump va contra corriente con una pretensión de poder y menosprecio de quienes él mide tan equivocadamente.
Al más ortodoxo estilo segregacionista propio de un apartheid que surgió en Estados Unidos casi primero que en Sudáfrica, dicta un decreto anticonstitucional según autoridades judiciales, y revoca el parole sin el cual el sujeto en libertad condicional legal es convertido en violador de la ley y delincuente, por tanto, pasible de ser expulsado a su país o encarcelado en terceras naciones, como los contingentes enviados ya a El Salvador en una megaprisión donde igual se aplican conceptos semejantes a los que consagró la ley de Enemigos Extranjeros (Alien Enemies Act) de 1798 bajo la presidencia de John Adams, legislada únicamente para aplicarla a países en guerra con EE.UU. y no en asuntos internos no bélicos.
Es una decisión grosera y prepotente que no responde a ninguna necesidad como las argumentadas por Trump, sino a intereses políticos y de geoestrategia, pues no se refiere en ninguno de sus acápites al asunto principal, que es el consumo de drogas en el país y las mafias estadounidenses que dominan ese mercado ilegal y propician la violencia criminal social.
No es una especulación. Siendo el parole una condición jurídicamente aplicable y aplicada a extranjeros de numerosos países, el decreto firmado por Trump se refiere exclusivamente a los cuatro países que más enroñan al mandatario: Cuba, Haití, Nicaragua y Venezuela, a los cuales iguala e identifica con una sigla CHNV sin significado ni creatividad y que, por el contrario, define su objetivo político y no de saneamiento de una sociedad con muchos tipos de crisis, la gran mayoría derivadas de una mala gestión pública egoísta para la cual no existen los valores humanos, éticos y morales.
Que no nos sorprenda si un día a esa sigla le añade una M de México, aunque la presidenta Claudia Sheinbaum –que sí es una mujer de estudio y de temple- le dijo bien claro que todos queremos luchar contra el narcotráfico y el crimen organizado, pero Estados Unidos en su país, y México en el suyo. Y eso se lo advirtió a Trump en su misma cara casi inmediatamente de emplazar un destructor en aguas del golfo con sus cohetes apuntando al vecino al sur del río Bravo.
La incongruencia de desenfundar una ley de 227 años como las momias peruanas en la época muy anterior a los incas, es aberrante, pues no hay manera legal y racional posible de tomarla como bastón para apoyar en ella una medida con la cual el presidente lo único que obtiene es mayor descrédito universal, si es que todavía le queda alguno. Además, causa perjuicios severos a la producción nacional dependiente de mano de obra extranjera, como la recolección agrícola, la pecuaria y la construcción en la ciudad y el peonaje industrial.
En más de dos siglos y cuarto de proclamada, la ley de marras ha sido aplicada solamente en tres lejanas ocasiones: guerra contra el Reino Unido hace 213 años, Primera Guerra Mundial hace 111, y segunda 85 que se cumplen este año, para intentar justificar con esos huesos viejos que nada tienen que ver con el esqueleto constitucional práctico presente, la expulsión de más de medio millón de personas de forma selectiva.
La falacia es una enfermedad del alma, no del cuerpo, y Trump la padece. En su caso es incurable. El Washington Post le contó en su primer gobierno 300.000 mentiras. Ahora es aliado y no se las cuenta, sino que las comparte y las vende en Amazon con fementido brillo diamantino cuando es pura hojalata.
Si la justicia estadounidense le admite que la ejecute de forma ilegal, esa ley le dará poder omnímodo a Trump para deportar a personas indiscriminadamente, o concentrarlas en prisiones de alta seguridad sin la obligación de argumentar o presentar pruebas de los motivos por los cuales se le expulsa, ni hacer juicios, ni aplicar el derecho de presunción de inocencia que es lo que hace en este momento con ciudadanos de esos cuatro países radicados allá en busca del sueño americano, que se les ha convertido en una terrible pesadilla.
Además de ser una legislación cuasi fantasma, desfasada, abusiva y peligrosa para el propio orden interno institucional por el enorme poder que le concede al presidente mucho más allá de los poderes constituidos del Estado, no está concebida para asuntos domésticos como la migración o la lucha contra las mafias, aunque estas la integren o dirijan extranjeros, y por tanto es una aberración jurídica otorgarle ese alcance cuando ninguna de ellas representa a un Estado o Gobierno en guerra. Por el contrario, son países que no han dado motivos ni argumentos para que Estados Unidos se las declare.
Burlándose de la inteligencia humana, Trump dice sin que la mentira le enrede la lengua, que la banda criminal venezolana “Tren de Aragua” –no Venezuela como país- estaba “perpetrando, intentando y amenazando con una invasión o incursión predatoria contra el territorio de EE.UU”.
En consecuencia, todo venezolano mayor de 14 años, aunque esté en EE.UU. amparado por el parole u otra vía legal, puede ser calificado de narcoterrorista sin que medien pruebas ni los tribunales se las pueden exigir porque es una legislación de impunidad, que a lo que está acostumbrado el señor presidente.
“Una ley de tiempos de guerra no tiene cabida para aplicarse en tiempos de paz”, advirtió por su parte la catedrática Katherin Yon Ebrigth, mientras que el Centro para el Progreso Americano denunció que la implementación actual de la ley constituye “un peligroso abuso de poder que busca privar a las personas de sus derechos legales”.
Pero Trump hace del Poder Judicial papel mojado, como ya hizo con los 34 procesos judiciales, incluido el de intento de romper el orden institucional por la fuerza con el asalto de sus seguidores al Congreso, o el veredicto de culpable pero sin aplicar sanción por el caso. Tiene mayoría en la Corte Suprema, incluidos tres magistrados designados por él, así que continuará usando como toalla a esa instancia judicial. No lo podrá hacer con todo el sistema y podría desatarse en la planta baja del edificio una rebelión contra el piso más alto, y la balanza de la justicia pueda equilibrarse nuevamente.
La tragicomedia en todo esto la protagoniza un latino nacido allá, un trigueño de cabello azabache como los piel roja que le debe repugnar a Trump, Marco Rubio, a quien su jefe de la Casa Blanca le acaba de endilgar públicamente la redacción del párrafo que invoca a la ley racista de Adams, y dice que él no firmó el decreto aunque lo haya hecho con sus famosos crayones de punta gruesa y negra, con lo cual se vuelve a demostrar la sumisión del abyecto personaje, que debe estar nervioso no por embarcar a sus congéneres para que votaran por el candidato que ahora los va a deportar y no se los advirtió, sino además -quién lo duda- porque la razzia llegue al Departamento de Estado y, en menos tiempo del pensado, ponga allí por él a un gringo de estirpe aria, y le cueste trabajo sentarse por molestias glúteas.