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Tal como lo anuncié en artículo del 29 de octubre pasado, tuvo lugar en la Universidad de París-Sorbona un coloquio internacional entre el 5 y el 7 de diciembre: “El Istmo de Panamá, perspectivas globales y problemáticas locales”, en el que participaron académicos de Panamá, Francia, España y Estados Unidos. Invitado por sus organizadores, David Marcilhacy, Hélène Harter y Samuel Poyard, dicté la conferencia inaugural titulada “Panamá y la Geopolítica”.
Primero, presenté un largo resumen de la historia de Panamá desde el siglo XVI y su importancia geopolítica según su posición estratégica y sus condiciones geográficas, con énfasis a los esfuerzos para resolver mediante la negociación bilateral el problema existencial de nuestro país con los Tratados Torrijos-Carter de 1977. La toma de conciencia en Panamá y luego en Estados Unidos de que éramos una pequeña potencia geopolítica permite explicar, en gran parte, el éxito final de las negociaciones bilaterales y sus tremendos resultados en dichos tratados. Expliqué especialmente las estrategias y resultados de las gestiones políticas y diplomáticas desde los eventos de 1964 y trece años de una dilatada negociación en tres períodos, con el impulso final desde 1973 (cuando fui negociador), para concluir al plantearme interrogantes esenciales.
¿Qué efectos tienen en Panamá las transformaciones de la geopolítica mundial y regional en nuestro continente? ¿Cómo puede Panamá hacer valer su peso geopolítico en este mundo rápidamente cambiante e inestable?
Panamá sufrió desde 1968 hasta 1989 un régimen militar autocrático, dictatorial, que terminó con una cruenta invasión militar de Estados Unidos a finales de diciembre de ese año. Luego, se instaló una democracia liberal, defectuosa, populista, plagada de corrupción pública impune, defectos que nos impiden una presencia geopolítica mayor acorde con la realidad de nuestra función internacional transoceánica mediante el más importante centro logístico y portuario de Latinoamérica y un Canal ampliado desde 2016 que duplicó su capacidad de transporte. En adelante, Panamá será un aliado incondicional de Estados Unidos. No obstante, establecimos relaciones diplomáticas con la República Popular China en 2017, pero nos encerramos de 2021 a 2022, más que ningún otro Estado del continente, por la pandemia del Covid-19, acción que nos empobreció y aisló de la comunidad internacional. Sufrimos el peso de una enorme inmigración ilegal, más de un millón de personas desde 2022 que huyen de la tiranía y la miseria en Cuba, Venezuela y Haití, llegan desde Colombia por el tapón del Darién y atraviesan el istmo para pasar a Estados Unidos por tierra.
Panamá podría ser nuevamente una pequeña potencia geopolítica, pero no sucede por nuestra ausencia internacional, que está cambiando ahora, y por una reputación maltrecha. Debemos practicar la autocrítica, tan ausente en una Latinoamérica con tendencia a culpar al exterior de nuestras fallas. Nuestros desafíos de política interior y exterior son colosales. Primero, asegurar el desarrollo económico-social sustentable e inclusivo y restaurar una institucionalidad democrática, dañada por malos dirigentes políticos en las últimas décadas. Luego, replantear nuestra relación con potencias amigas como Estados Unidos, Canadá, China Popular, Corea del Sur, Japón, India, Reino Unido, Unión Europea (con diferentes naciones), Colombia, Costa Rica y los otros Estados democráticos de Latinoamérica y el Caribe.
Siguiendo nuestro impulso geopolítico, adoptamos desde 1975 el liderazgo de los esfuerzos para llevar la paz a Centroamérica y para la creación del Grupo de Contadora en 1983, con Venezuela, Colombia, Panamá y México. Con el mismo espíritu, Panamá acaba de comprometerse a fondo para rescatar la democracia en Venezuela, cuyo régimen dictatorial ignora los resultados de las últimas elecciones que perdió de manera arrolladora. De hecho, de acuerdo con nuestro interés nacional deberíamos abandonar enseguida el envilecido Parlacen y unirnos pronto, como lo hacen países vecinos, al Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), la Alianza del Pacífico, la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) y Mercosur, donde ya somos Estado asociado. Deberíamos, finalmente, con el apoyo de Estados amigos, como España y ahora Francia, mejorar la imagen relativamente deficiente y hasta falsa de Panamá en el mundo, particularmente de “paraíso fiscal”, según la Unión Europea, cuando el dinero producto de la evasión tributaria se lava mucho más en bancos de sus propios países, de Estados Unidos y del Reino Unido.
Panamá ocupará, desde el 1 de enero de 2025, por sexta vez y por dos años, un puesto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Impulsar la Convención de Naciones Unidas sobre la fiscalidad internacional es tarea que podremos acometer. Inspirados en nuestro apego a los valores democráticos y la defensa de los derechos humanos universales podremos emplear nuestra capacidad de diálogo y concertación para reformar dicho Consejo y para contribuir a afianzar la seguridad y la paz. Todo ello en un mundo en vilo esperando la actuación del nuevo presidente, Trump, de Estados Unidos, y marcado por graves conflictos bélicos que hasta amenazan gravemente el corazón de Europa que comienza finalmente a temer al imperialismo ruso, por las guerras del Medio Oriente, las tensiones del Extremo Oriente, y también las de un África más inquieta, presa de nuevos colonialismos depredadores, especialmente de Rusia y China Popular.
La pregunta clave es: ¿podremos repetir, esta vez, en provecho de nuestros intereses afines a los de la comunidad internacional más responsable, la hazaña de 1973, cuando nuestro peso geopolítico, aunque limitado, se impuso para relanzar la fase final y exitosa de las negociaciones sobre los tratados Torrijos-Carter que resolvieron el problema existencial de Panamá? ¿Sabremos rescatar el lugar que nos corresponde según nuestro valor geopolítico? Sólo puedo responder: ¡Seamos optimistas!