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- 05/10/2020 11:37
Una crítica a la izquierda ortodoxa
En días pasados se desató un debate público -en Panamá- sobre si la categoría de análisis de clases sociales estaba por encima o primero que otras categorías de análisis -como la raza/etnia, género, preferencias sexuales, identidad, etarias, etc.- o si ésta es o debería ser el eje articulador de todas las luchas sociales y por consecuencia de todos los movimientos sociales.
Esta discusión no es novedosa. Data al menos de la Revolución de 1968, en la cual la centralidad de la categoría de clases sociales fue destruida en el debate entre los propios integrantes del bloque de los oprimidos. Eso, por otra parte, no implicó el rechazo a la utilidad y la relevancia de la categoría misma, que nunca ha estado en discusión.
Quienes consideraron -en el debate criollo- a las clases sociales como la categoría preponderante de todas las luchas, estructuraron todo su discurso sobre la base de que todas los demás integrantes del bloque de los oprimidos (mujeres, feministas, ambientalistas, lgtb+, movimiento afro, migrantes, etc.), que tienen otras categorías de análisis como eje de sus críticas, son meros posmodernos. El hecho de que estén a menudo financiados por corporaciones explotadoras implica que no son ni pueden ser revolucionarios, y que su crítica desorienta y fragmenta al movimiento social.
Considerar a la categoría de análisis de clases sociales como la central o la fundamentalmente articuladora de todas las luchas sociales es cerrar las ciencias sociales, a contrapelo de lo propuesto por autores como Immanuel Wallerstein. Supone, además, tirar por la borda a grandes latinoamericanos como Aníbal Quijano, José Carlos Mariátegui y otros autores/as que han aportado con profundidad al debate social. Incluso, significa negar la Revolución de 1968.
Esta crítica es falsa dado que obvia al capitalismo como un patrón de poder, de alcance global, que está constituido por dos ejes: la colonialidad y la modernidad. El primero de ellos -la colonialidad- consiste “en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder”, que opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia cotidiana y a escala”.
El segundo eje, por su parte, corresponde a la perspectiva cognitiva de los europeos y de los europeizados. Así, esta crítica no rompe con el eurocentrismo. En la medida en que asume la realidad desde la centralidad europea-liberal, encarna en sí misma a la modernidad y, por tanto, al patrón de poder capitalista.
Su eurocentrismo no le permite observar que aun antes de la plena generalización del trabajo asalariado en el sistema mundial, el capitalismo había configurado una geocultura que incluía tanto una visión del mundo en áreas puntuales - Occidente, Lejano Oriente, Cercano Oriente, África- como identidades sociales de la colonialidad (indios, negros, amarillos, blancos, mestizos) que utilizó como sustento legitimador para la gran acumulación originaria del eje noratlántico. Ambos elementos aún se mantienen.
Negar la cuestión de la raza/etnia/género es construir un edificio desde el segundo piso. No se puede explicar la acumulación incesante del capitalismo renegando o desplazando la categoría raza/etnia/género a una segunda importancia. La misma explicación aplica para la cuestión de la mujer.
Para Ruy Mauro Marini y toda la primera ola de la teoría marxista de la dependencia, por ejemplo, la mujer está sujeta a la explotación absoluta y a la sobreexplotación. La primera categoría hace referencia a la prolongación de la jornada de trabajo (en sus casas) y, la segunda, al pago de su fuerza de trabajo por debajo de su valor. En este sentido, es cierto que hombres y mujeres padecen de lo mismo, pero no deja de ser cierto que sobre ellas estas modalidades de explotación se agudizan. Lo mismo ocurre con los migrantes.
Esta misma crítica desconoce que la vieja izquierda (partidos comunistas, movimientos de liberación nacional y la socialdemocracia), que sostenía la centralidad de la categoría de clases sociales, fue derrotada en la Revolución de 1968 junto con el liberalismo, que era parte de la misma ecuación como fiel de la balanza entre conservadores y radicales.
A partir de 1968 no hubo más fe en el reformismo racional predicado por el liberalismo como espacio de consenso entre conservadores y radicales. Todos los movimientos sociales empezaron a exigir una división igualitaria del poder y sus demandas fueron más allá del paquete de instituciones parlamentarias, sistemas partidistas, derechos civiles elementales y mejor distribución de la riqueza. Así se hace sentir hoy en los movimientos de mujeres y feministas del cono sur, los alzamientos indígenas en la América andina, en Chile (2019-2020) y todas las luchas decoloniales en el centro del eje noratlántico.
En conclusión, como diría Boaventura de Sousa Santos, para ser revolucionaria en el siglo XXI una crítica tiene que ser anticapitalista, antipatriarcal y decolonial. Encerrarse en la cuestión de la producción y la clase elude el problema puntual de la construcción del sujeto político – el bloque histórico, al decir de Antonio Gramsci – capaz de hacer posible en la realidad aquello que en última instancia ha sido formado como posibilidad en el plano económico.
Lo que queda hacer a los movimientos sociales, como recomendaría Wallerstein, lograr una alianza compleja y flexible, pero que pueda mantener los objetivos de todos. Ya lo dijeron los zapatistas, se trata de construir un mundo donde quepan varios mundos. Y por el lado de los intelectuales abrir las ciencias sociales y reconceptuar los cánones científicos para liberarnos de la falsa neutralidad de la Ciencia.