“No dejo de oír a la gente pidiendo auxilio, su hilo de voz perdiéndose en la oscuridad y la silueta de un hombre en el techo de su coche alumbrada por...
El bicentenario de la Batalla de Ayacucho está próximo y más cercano aún está el 203° aniversario de la Independencia del Perú, momento cúspide de una gesta que, para unos se inició en 1780 con la rebelión de Túpac Amaru, y que para otros, arrancó en 1808.
Los genios militares de América corrieron de un país al otro para auxiliarse mutuamente, en cada una de las jornadas de la grandiosa epopeya de la independencia; y robustecido por esta comunión generosa en el sacrificio y en la gloria, el esfuerzo colectivo destruyó en cada ocasión, en cada batalla, en cada escaramuza, una cadena y levantando en cada etapa un pueblo independiente. Tal fue la campaña militar.
Con la misma fe en los principios libertarios, con el mismo amor a la dignidad del ser humano, con el mismo sentimiento hacia la verdad y al bien, doscientos años después los países latinoamericanos -y en particular el Perú- buscan avanzar hacia la confraternidad continental. El espectáculo de este espíritu de cooperación es tan edificante que permite confiar en que el progreso de Latinoamérica está llamado a elevarse progresivamente hacia un nuevo nivel de civilización.
De ahí el esfuerzo de cada nación en favor del desenvolvimiento intelectual de sus hijos para que éstos contribuyan, más tarde, al engrandecimiento nacional. El impulso con que los Gobiernos latinoamericanos favorecen el mejoramiento intelectual está eficazmente apoyado por las plataformas tecnológicas que facilitan el intercambio de ideas y proyectos. Lo que ha hecho posible esta prodigiosa -aunque lenta- transformación de la persona latinoamericana es la educación y la filosofía que al ensanchar el entendimiento humano, elevan la razón.
Se viven, sin embargo, épocas de cooperación forzosa generadas por el uso preponderante de la fuerza y del principio de la prepotencia, ello aleja a los países y sus ciudadanos son conducidos hacia escenarios de desconfianza y temor hacia lo extranjero.
La falta de contacto intelectual es causa de gran desperdicio de fuerzas y un obstáculo a la solución de muchos problemas que ya estarían resueltos si América Latina hubiese unido energías. La cooperación no puede desarrollarse en su forma más alta si existen recelos, pequeñeces o envidias.
Es por ello que en muchas ocasiones los países latinoamericanos han buscado, con la visión del porvenir, la aproximación y fomento de sus intereses nacionales, celebrar exposiciones o muestras que han abierto nuevos horizontes a la ciencia entre países del Hemisferio Sur. Estos grandes eventos intelectuales que estudian sin prejuicios los más difíciles y sensibles problemas globales han sabido estimular los más entusiastas anhelos de cultura y progreso.
El trabajo y el estudio levantan la personalidad de nuestros pueblos. El trabajo dignifica el espíritu y el estudio vigoriza la conciencia del deber y del derecho lo que conducirá a los ciudadanos a soluciones de libertad. A la juventud actual le corresponde trabajar en la obra de la confraternidad que necesitan los países del Continente para vivir en equilibrio y orden. A tal empresa deben orientarse las mejores energías de la nación, bien persuadidos de que si el perfeccionamiento es fin de esta tarea, la verdadera meta es alcanzar la paz y la concordia americana.
El Perú ha probado que no sin razón, sus centros universitarios y científicos han sido siempre foco irradiador de la más variada y sólida cultura contemporánea partiendo de la plataforma de la milenaria cultura inca. Para aquellos que viven consagrados a las más desinteresadas investigaciones saben que existe una riqueza que no se cotiza en los mercados porque tiene precio tan elevado que llega a ser inapreciable; tal es la riqueza moral que aumenta siempre cada vez que se asimilan nuevos conocimientos, se desarrollan nuevas virtudes o se adscriben a nuevos ideales.
Invoquemos a la juventud de América que está íntimamente ligada con la generación que derramó su sangre en los campos de Ayacucho, que crece y triunfa al soplo benéfico de la libertad, que es, en fin, la suprema garantía para el desenvolvimiento del derecho y para la conservación de la paz.
Pero a la anhelada conquista del progreso no se va armado de ideales solamente. Hay que buscar los medios para levantar la situación económica de los Estados del Continente con el desarrollo de los elementos de riqueza con que los dotó la fecunda naturaleza latinoamericana; hay que perseverar en el fortalecimiento del comercio y de las relaciones culturales e intelectuales; hay que lograr que el derecho positivo sea expresión de la verdad. En suma, tener como norte que debe acortarse la distancia entre los ideales que se sueñan y las posibilidades de que se alcanzan.
Largo es el camino por recorrer, pero bajo el ejemplar crisol de quienes batallaron en Ayacucho hace dos centurias, se tendrá la suficiente energía para la realización de su legado.